De entre todos los edificios del Centro, hay uno que ocupa un lugar especial en mi corazón, suponiendo que sea posible tener sentimientos por una mole de concreto y acero. Avenida Juárez no. 4, esquina con Eje Central -antes San Juan de Letrán-, el cruce más concurrido de la ciudad.
Comenzó a construirse en 1930, en el estilo arquitectónico art decó de la época e inspirado en el Templo Mayor, rompiendo y contrastando con el estilo barroco y neoclásico de la zona. Sus once pisos lo convirtieron en el rascacielos más alto del entonces Distrito Federal. Tenía tres elevadores Westinghouse que se presumían a los turistas, cuando los elevadores se presumían. Cuentan que algunos llegaron a desmayarse por la velocidad que alcanzaban. ¿Será?
En los años sesenta, ahí se trabajaba de 9 a 4 de lunes a viernes, pero si el reloj checador acusaba dos retardos en el mes, había que ir también la mañana del sábado. Esto provocaba carreras cada día a las 8:55 en la escalera curva, no había tiempo de esperar el ascensor.
Era costumbre comulgar el primer viernes de cada mes, esos días algunos llegaban un poco más temprano para cruzar la calle y pasar al templo de San Francisco, y de ahí, al Sanborns de los Azulejos a romper el ayuno con un café y un pan que les servían en la barra.
Eran tiempos en los que se podía fumar dentro de las oficinas y había siempre un bolero por ahí, entre los escritorios. Tiempos en que las mujeres no podían entrar a las cantinas, ni siquiera a La Ópera.
El edificio tenía en el último piso un comedor con menús de dos chefs a elegir. Los empleados también frecuentaban un comedorcito dentro del Centro Joyero de la calle Madero, y el Café Chufas en la calle de López, también conocida como Vía del Exilio Español.
Desde sus ventanas se vieron desfiles, marchas, y hasta el alboroto que provocó un pobre hombre que saltó desde el mirador de la Torre Latino, que está justo enfrente.
Quienes llegaban en coche lo estacionaban en la actual explanada del Palacio de Bellas Artes. Ahí junto, dentro de la Alameda, estaba la librería de Cristal, con las paredes y el techo de ese material y con una pérgola de flores y enredadera.
En el nivel de la calle, donde hoy hay una tienda Telmex, estaba la tienda Regalos Nieto que por muchos años se anunció en el lomo del directorio telefónico con el lema “Allá donde usted sabe”. Y en el local que ocupa la librería Gandhi estuvo la Galería Misrachi.
Había un fotógrafo callejero que retrataba a las personas mientras caminaban: ellas, con vestido, bolsa y tacones a juego, luciendo pulseras y medallas con las que hoy nadie saldría de casa; ellos, de traje y corbata. Les entregaba un papelito con el que podían pasar más tarde a comprar su foto en blanco y negro. Cada tarde aparecían los voceadores de Últimas Noticias de Excélsior.
Forma parte de las construcciones más antiguas de más de 50 metros de alto que han resistido los terremotos, junto con Bellas Artes, la Catedral Metropolitana y el Templo de Santo Domingo.
Cada vez que voy al Centro me detengo a tomar una foto de ese edificio donde se conocieron mis papás. Agradezco al destino y reafirmo en mi mente el slogan de la compañía que por muchos años fue su huésped: vivir es increíble.