Tendría yo unos 10 años cuando escuché que mi abuelo iba a jubilarse. “Eso significa que va a dejar de trabajar. Recibirá una pensión, de alguna forma le seguirán pagando, pero ya no irá a su oficina”. Algo así como vacaciones permanentes, pensé, qué gran cosa.
A sus sesentas, con un tercio de vida por delante, permutó su escritorio, su silla, su café compartido con sus amigos de todos los días -en quienes pensaba cuando un sábado o domingo perdía el América, “me van a chotear el lunes”-, por una medalla, un diploma, un fistol y un discurso bonito y lleno de lugares comunes. Los gritos de alegría del latín jubilare no se sentían por ninguna parte. Quizá no extrañaría el lápiz con que cuadraba la contabilidad, ni reportar, ni ponerse corbata, ni madrugar; pero sí su costumbre de 25 años y, con ella, ese ambiente que por ley de vida -inevitable, como son las leyes de vida- ya le pertenecía a una nueva generación de empleados.
Yo no podía entender entonces que la preocupación iba más allá del sustento: qué hacer ahora con el tiempo, con tanto, tanto tiempo.
Por fortuna, él era un caminador entusiasta que al ir a dormir se entretenía pensando a dónde iría a pasear al día siguiente. Cada mañana salía a recorrer calles, parques, iglesias y plazas y no regresaba a casa antes de la hora de comer. Las tardes las ocupó leyendo el periódico, resolviendo crucigramas, rezando el rosario, jugando dominó con mi abuela, llevándola a conocer un nuevo lugar recién descubierto en sus caminatas, oyendo uno por uno los cientos de cassettes que por décadas le había grabado mi tío melómano, y mirando películas rentadas.
Logró así sobrevivir al enorme reto que le presenta la vida a quienes, entrando a su atardecer, ven cómo el reloj baja su ritmo tanto, que parece estar descompuesto; y el mundo entero también.
El reto de sobrevivir a la sucia rutina de la que tanto habla Sabina.
En 2012, cuando él y Serrat hacían su gira La orquesta del Titanic, un reportero sin tablas ni tacto les preguntó: ¿Ustedes creen que pueden continuar con otro disco por su estado de salud? A lo que Serrat respondió: ¿Y usted estudió relaciones públicas en dónde? Con todo y las nubes negras que ambos atravesaron, una década después seguían trotando.
Sabina siempre ha tenido sus ideas sobre envejecer: ha aconsejado hacerlo sin madurar, como él mismo, que, asegura, pasó de la adolescencia a la vejez sin tocar la madurez. Hace 10 años presumía estar logrando “lo que siempre quise: envejecer sin dignidad”. 8 años atrás, y todavía no veía acercarse el día de su jubilación, por mucho que siguiera cumpliendo años. “A los cantantes de protesta”, decía, “les hemos sucedido los cantantes de próstata”. Hablaba con rechazo de la retirada, esperando que no llegara.
En 2021, en plena pandemia, dijo que no volvería a los escenarios mientras la gente usara mascarillas y no pudiera quitárselas para reír o tomar una copa; “pero sí volveré a decir hola y adiós”, anticipaba.
Y volvió. Y volverá, esta vez para decir, como dijo entonces, hola y adiós.
El año pasado muchos creímos despedir a Joaquín en su gira con nombre de milagro: Contra todo pronóstico. Recién ha anunciado que no se retira, que vuelve a los escenarios -y se frota las manos- ahora sí por última vez. Cambié de opinión, dice con el desparpajo propio de quien no debe nada a nadie, de quien se ha forjado en la libertad, viviendo como le viene en gana. No sorprende su viraje, incrédulo de quienes aseguran saber lo que quieren para siempre.
Ni la vasta biblioteca de su piso en la madrileña plaza Tirso de Molina, ni su casa de veraneo en la gaditana playa de Rota le habrán arrancado esos etimológicos gritos de alegría. Estará extrañando vencer el miedo que lo invade las horas previas a una presentación. La adrenalina mientras saluda a su público con su voz de lija. La fiesta en la cocina. El escándalo al primer acorde de 19 días, de donde sale el nombre de Hola y adiós, esta supuesta última gira. Su euforia de sentirse vivo. La noche después de un concierto. Los aplausos de pie de quienes nos vemos en él, que denuncia y anuncia como nadie lo que el corazón guarda. El cariño correspondido por su amor a nuestra tierra: al tequila, al mariachi, a José Alfredo, a Chavela.
“Ahí arriba no te duelen las muelas, ni te ha dejado tu novia, ni la extrañas,” asegura. En la butaca tampoco duele nada, Joaquinito, ni del cuerpo ni del alma.
La última vez que te vi, a unos pocos metros, en el escenario, pintado de luz azul, cantabas que ojalá que volvamos a vernos; “-ojalá-“, nos dijiste, como solías decirlo en esa estrofa.
Ojalá: quiera Dios.
Sí quiso, Joaquín. Nos vemos en febrero, entre el júbilo por tu regreso, y por tus sesenta y dieciséis. A ver si, en pleno jubileo, das algunos gritos de alegría.