Hace no tanto comencé a verlos, como seres extraviados entre los carriles del Viaducto, o bajo los puentes del Circuito Interior, o en Insurgentes cerca del Monumento a la Revolución. Su presencia incomodaba: no podemos con los nuestros, y ahora esto. Ya les abrieron la puerta, dicen los medios, la que nos espera. Unas monedas para acallar la conciencia.
Hasta que Carlos, antropólogo y profesor de mi hija en la universidad, organizó una visita para conocer esa realidad de cerca.
La cita era en el Templo de la Santa Cruz y la Soledad, en uno de los barrios más antiguos e inseguros de la ciudad, donde el párroco, el padre Benito, multiplica los panes y hace otros milagros todos los días para procurarle techo y comida a quien lo necesita. Con ayuda de fundaciones y voluntarios se sirven mil 300 platos diarios para personas que se supone están de paso, en espera de una cita que tarda meses para que las autoridades migratorias revisen su caso y, en teoría, si logran demostrar que sus vidas corren peligro allá de donde vienen –y si corren con un poco de suerte– puedan continuar su ruta hacia el sueño americano.
Ahí dejamos las bolsas de ropa que llevábamos, en las manos piadosas que la separan y reparten de forma organizada, e iniciamos el recorrido. Ellos, los sin casta, sin casa, sin cama, sin nada más que lo que queda de su esperanza, a la que se aferran con lo que pueden, se han instalado en la frontera del atrio, en unas pequeñas tiendas de campaña encimadas unas con otras. En los pasillos improvisados se juntan las caras sonrientes de Claudia, Clara y Taboada, dando involuntario cobijo a familias desamparadas que arman refugios bajo las lonas electoreras caducadas. Entre cubetas con agua imposible de beber, un letrero: ducha con agua tibia a veinte pesos. Ahí al lado: se cargan celulares; dinero y paquetes, envíos internacionales. Es un valle rodeado por tendederos de prendas de todos tamaños, y al fondo, como vigía, la Torre Latino. Un valle invisible dentro de otro.
Se agrupan de acuerdo con su origen: los haitianos, que son mayoría, acá; los venezolanos allá; los de Honduras y otros países chiquitos, más allá. Predominan las mujeres, algunas arrullando recién nacidos, otras tejiéndose unas a otras su pelo afro, esperando que pasen las horas. Niños escandalosos, con lo que aún tienen de inocencia y sin zapatos, juegan a la pelota. Deambulan jóvenes de semblante desconfiado. Huele a leña, a mariguana, a migrante con su ruta a cuestas: ese olor impregnado de peregrinaje que no se quita con una bañada, ni con dos ni tres. Y, sobre el bullicio, el caos y los llantos de bebés, una música a todo volumen en voz del puertorriqueño Lalo Rodríguez: con qué cara te atreves a mirarme… una bofetada a ritmo de salsa.
En realidad no nos atrevíamos a mirarlos sino de reojo, por la ineludible sensación de ser intrusos, por guardar respeto ante su desgracia, por la vergüenza del insultante contraste; hasta que, rompiendo la tensión incómoda, ellos dieron el primer paso: Christine, mujer de piel negra y ojos blancos, se presentó. Habló y habló y habló en francés, con la dignidad trastocada aún en alto, habló con la boca, con los ojos, con las manos, señalando con los índices el pasado negro, el futuro incierto, su cabeza de trenzas negras, el hueco negro dentro del pecho. Mostraba las incontables picaduras de moscos en sus piernas resecas e irritadas por el medio insalubre. Una estudiante que fungió de interprete resumió los lamentos: que son personas, no animales. Lo dijo una y otra vez. Con eso cerraba cada frase. Otra alumna, con mímica solicitó darle un abrazo. Unos, en silencio, nos llevamos la mano al corazón, como diciendo: pero qué trastada de la vida es todo esto.
Con qué cara hoy vienes a buscarme… seguía repitiéndose a todo lo que daba esa letra despiadada.
Se acercó Gabriel, un negro alto y amistoso que también traía, y cómo no, palabras atoradas. Nos preguntó el nombre a cada uno, los repitió en voz alta con su acento, nos apretó la mano. Agradeció habernos ido a asomar a eso que nadie quiere ver. Para entonces ya nos mirábamos diferente, sin temor ni lástima, de frente. Habló de sus trabajos en el mercado, cargando bultos de sol a sol, explotados a cambio de un pago que les permite irla malpasando. Cuentan que en enero los contrataban para hacerla de Baltasar: estos eran de verdad, qué conveniente, ya no sería necesario pintarles la cara con grasa de zapatos, como a los de mi infancia, qué importa que en realidad fueran la antítesis absoluta de un rey, o de un mago. Lo platican y sonríen tristemente, ante la aplastante ironía de la anécdota.
Ser persona, así se llama la materia que imparte Carlos y que inculca la intolerancia ante el racismo y la indiferencia. Ser persona, dos palabras que abarcan todas las vidas humanas, qué importa el color o de dónde vengan. Después de haber visto de cerca, no hay retorno posible a la ceguera: con qué cara no hacer nada después de haber visto, con qué cara volver a vivir con los ojos cerrados; con qué cara no volver.