Bajo el árbol de magnolia de su patio, mi bisabuelo construyó una casa de muñecas de dos aguas y dos pisos, con espacio justo para que dos niñas cupieran dentro y pasaran las tardes moviendo a los integrantes de una familia de juguete de la cocina a la sala alfombrada, de la terraza a la cama con colcha y sábanas, subiendo y bajando una escalera que se bifurcaba, con su balaustrada tallada. Ahí pasé horas felices y dejé historias ya olvidadas representadas con diálogos a veces callados y a veces en voz alta, que mi mente de cinco años inventaba tomando de la vida real lo que más le gustaba. Sin ser arquitecto ni carpintero, aquel señor muy mayor supo ser constructor de recuerdos.
Yo tenía más muñecas de las que puedo recordar. Jugaba con ellas como hacíamos las niñas: con absoluta seriedad. Cada noche dormía con una montaña de ellas a cada lado, alternando sus lugares para que ninguna se sintiera desplazada y no sospecharan que tenía mis preferidas.
Cierta vez, limpiando con un trapo mojado en alcohol la cara mugrosa de Cielito, una muñeca de pelo color paja, cuerpo de trapo, vestido de cuadros rojos y delantal blanco, que era en secreto mi favorita, le borré un ojo de un tallón. Intenté reponérselo con un plumón; le quedó para siempre un manchón. Le pedí mil veces perdón, y durmió conmigo toditas las noches, no a un lado, sino entre mis brazos.
Esta fascinación por las muñecas y sus casas, compartida con las mujeres de infancias anteriores a las pantallas del celular, me lleva a contar que en Avenida Chapultepec 420, en una casona de cinco pisos con fachada pintada de rosa pastel, está el Museo Casa de las Mil Muñecas. Se trata de una colección impresionante que es también una clase de historia de México y un viaje a la niñez de muchas.
Ahí están Maximiliano y Carlota, con sus ropajes, carruaje, caballo y cochero. Y las muñecas que la emperatriz trajo de Europa. Están los personajes de nuestra Independencia y las Adelitas de la Revolución. Y Frida y Diego en su casa estudio azul.
Las casitas a escala con sus muebles en miniatura son una joya: la porfiriana, con sus candiles, reloj de pie y cortinas de encaje; la colonial, con piso de barro, talavera y equipales, y bacinica y aguamanil y jofaina; la de las brujas, con luz de velas y calderos.
El salón de clases con niñas de uniforme, mochilas de cuero y moños gigantes, con una monja enseñando religión y una alumna en la tarima escribiendo en el pizarrón. En el piso superior unas bailarinas de ballet ensayan mientras la maestra, sentada al piano, seguramente estaría haciendo sonar el Vals del Minuto, de Chopin, o algo parecido. Muy cerca se está llevando a cabo una primera comunión en una iglesia gótica, vecina a una botica con cajones y anaqueles de madera exhibiendo frascos de porcelana rotulados, balanzas y morteros.
Hay muñecas de papel maché, cartón, madera y porcelana, algunas descoloridas por los años, gastadas por las manos que las jugaron. La clasificación es por décadas: desde fines del siglo diecinueve a la fecha.
En la vitrina de los años 70, entre la Lagrimitas y la Juanita Pérez con todo y su envidiable guardarropa, mirándome, con su misma sonrisa, encontré a Cielito. Con los ojos intactos.
Aunque a veces sean de juguete, existen los milagros.