En su primera foto, antes de cumplir un año, luce sobre la camisita bordada una medalla de la Virgen de Guadalupe. En otra aparece con las manos juntas y ojos cerrados y apretados en un gesto inocente y de auténtica devoción. Una más lo refleja ataviado con traje de marinero color blanco y zapatos a tono, es el día de su primera comunión.
Cierto día, el papá les avisó sobre la mudanza: debían cerrar por un tiempo la casa familiar y cambiarse al convento colindante, pared con pared, en la calle de Reyes Veramendi, en Tacubaya. Era la única forma en que se podría evitar que las huestes de Calles, en su persecución, despojaran a las monjas del predio. A sus ocho años, y de un día para otro, se encontró habitando una construcción gigante con un patio central rodeado de cuartos y más cuartos, con una capilla en donde se celebraba la misa a escondidas.
Creció siendo acólito cuando la misa se recitaba en latín, con el padre, más que a espaldas de los fieles, de frente a Dios.
Formó parte de la ACJM, una asociación juvenil religiosa fundada en 1913, que aún existe. Contaba de alguna vez en que debían votar en secreto para elegir al dirigente. Eran tantas sus ganas de serlo, que votó por sí mismo, sin imaginar que eso se sabría cuando resultó ganador por unanimidad.
Me cuenta mi madre que los rituales de la cuaresma y Semana Santa se cumplían a cabalidad:
El menú de vigilia, que incluía, además de pescado, sopa de haba -que solo a él le encantaba-.
Los oficios: ellos de traje obscuro y corbata; ellas, de negro, de los tacones a la mantilla; las imágenes religiosas cubiertas por telas moradas y las campanas suplantadas por matracas. El viacrucis, el lavatorio de pies, el pésame a la Virgen. Y el impactante oficio de las tinieblas: “a mitad de la noche, en completa obscuridad y recogimiento pasábamos del atrio al templo; de pronto, se encendían las luces simbolizando a Cristo resucitado y la gloria abierta”.
Para la visita de las siete casas, en su Plymouth 48 color verde botella y llantas blancas los llevaba a iglesias más allá de su colonia, la San Rafael: al Carmen, en San Angel; a San Juan Bautista, en Coyoacán; a San Agustín de las Cuevas, en Tlalpan, todas repletas, donde valía la pena contemplar los altares adornados con flores blancas, pero más, a decir verdad, los buñuelos a la salida.
En mis primeros recuerdos de la mesita de sala de su casa aparecen siempre el periódico del día, el Teleguía de la semana, la revista de crucigramas, las hojas de sus quinielas, su misal gastado y un rosario de madera, su compañero eterno de caminatas.
Los días santos no encendía la televisión, así hubiera partido de fútbol. No escuchaba el radio ni ponía sus discos, nada de música; aunque el mayor sacrificio no era otro que renunciar a su cubita diaria.
Vivió protegido por sus estampitas de santos, unas acomodadas bajo el cristal de su buró, otras, en su cartera. Rezaba en silencio, delatado solo por sus señas al persignarse, no una sino varias veces, como reforzando el blindaje.
A sus noventa y cinco años dejó de salir al mundo, excepto a la iglesia, donde cada vez le costaba más sostenerse en pie, apoyando una mano en el respaldo de la banca de adelante y la otra en donde le dolía el lumbago.
Cada viernes santo vuelve a sonar su voz animada en la memoria del corazón: ¡niños, ya son las tres, miren cómo se nubló el cielo, ya sentí unas gotas… vengan, vamos a rezar un credo! Y sí, se nublaba, ya fuera en la ciudad o cerca del mar.
Así la fe de mi abuelo. “La fe de mis mayores”, canta en su saeta-adaptación-de-poema, Serrat.