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Ramón era un niño barcelonés nacido en los años 30 del siglo pasado, renuente a asumir el futuro que le tenían dispuesto: atender, en el mercado del Born, el negocio familiar de venta de bacalao.
En sus años de servicio militar llegó a sus manos un ejemplar de la revista Arte Fotográfico que lo dejó prendado; tanto, que desvió recursos paternos para “ganarse”, en una tómbola inventada, su primera cámara, una Kodak Retina II.
Tras su etapa de fotos caseras, fase casi obligada en los primeros pasos de todo fotógrafo que se precie de serlo, incursionó haciendo un reportaje con una cámara Leica (como años después llamaría a su gatita negra) sobre la Pamplonada y los San Fermines, esa “final mundial del toreo”, como la definiría Hemingway, de la que se declaró seguidor por la belleza estética que generaba. No siguió los cánones de la época: lo conservador, posado y calculado, sino que, de forma autodidacta, supo adentrarse en los ambientes hasta detectar el accidente poético y auténtico en los momentos cotidianos de las personas, “era feliz entre la marabunta”: una toma cerrada, en el ruedo, del pitón, la media y la zapatilla apurada; la mano en alto, estirada, la curva casi estática del chisguete de vino entre la bota y la boca; la rueda en movimiento formada por amigos girando abrazados, imagen en la que casi se alcanza a escuchar el bullicio y la emoción de los festejos: uno de enero, dos de febrero, tres de marzo, cuatro de abril...
El resultado de este trabajo, que le tomó 3 años, le valdría ese símbolo triunfal con el que tantos sueñan, pero al que pocos llegan: ser publicado; la aparición de sus primeras fotos en la revista Gaceta Ilustrada.
Hizo vida y carrera en el Madrid del franquismo, y cuando se le cuestionaba su filiación, solía responder: no era que estuviera de acuerdo, me daba cuenta de lo que pasaba, pero eran tiempos en los que, o seguías tirando, o te marchabas de tu patria. “Claro que había censura”, dice, “yo sabía qué fotos podían publicarse, en cuáles podía incluir una pequeña y velada crítica, y cuáles otras debía guardarme.”
Su foto más memorable es Seminaristas, realizada en los años cincuenta en el Seminario Conciliar de Madrid, que hoy cuelga de un muro en el neoyorquino MoMa: un portero enfundado en una pesada sotana en pleno vuelo, despatarrado, con los dedos tensados, intentando detener un balón, con la silueta de su sombra debajo, en el descampado; una fracción de segundo que funde dos pasiones colectivas de aquella época: religión y fútbol.
El padre Lino Hernando, que tiene hoy 86 años, es el protagonista de esa imagen. Es párroco en la capital española y madridista de hueso colorado: “paré muchos tiros; para mi desgracia, justo la mejor foto fue en la que me metieron gol.”
Irónicamente, con el tiempo el autor llegó casi a detestar esa joya de imagen, ganadora del Premio Nacional de Fotografía en 2004, pues le preguntaban tanto por ella, que se invisibilizaba el resto de su magnífica y siempre humana obra:
Aquel retrato del dictador tomado en contrapicada, con la hoja de un discurso tapándole el rostro, dejando ver solamente el dedo índice alzado de una mano que se ha quitado el guante para amenazar, en un gesto autoritario rematado por la gorra militar: mostrando apenas un contorno, pero exhibiéndolo de cuerpo entero.
La niña vestida de domingo y mirada desconfiada y fija a la cámara, con sentado de pierna cruzada, leyendo la tira infantil del periódico dominical bajo una mesa del mercado donde los señores, trajeados, buscan libros de segunda mano.
Los curas entrando en fila al cementerio, intercalándose sus obsuros hábitos con troncos blancos gigantes, sin hojas ni ramas, en una composición armónica, de alto contraste y con algo de desconcertante.
La mujer enlutada marcando con una raya negra el perímetro del muro de cal de su casa, como estableciendo límites entre el mundo y lo suyo, provocando un involuntario cuadro de arte geométrico en blanco y negro.
Los testigos que documentan la tristeza, ruinas y miseria de la posguerra “sin hacer sangre de ellas”.
Los rostros ajados por el sol de campo, pastores encobijados con medias sonrisas plasmadas en caras tristes resignadas al hambre y al frío.
Viejos con boinas y abrigos gastados, protegidos por imágenes de santos.
Él creía estar haciendo solamente fotografías: “al apretar el botón de disparo, ya sabía aquí, en el corazón, cuál sería el resultado, aunque a veces me llevaba sorpresas en el cuarto obscuro.” Lo que ignoraba era que medio siglo después su obra sería valorada no solo por su calidad -en tiempos en que los carretes eran limitados y nadie recortaba el material para mejorar el encuadre- sino por revelar con una fidelidad sorprendente la idiosincracia y cultura de un pueblo, de una época entera de la que cada vez queda menos.
En él se hacia presente eso de que cada imagen narra una historia, y por eso se sentía tan complacido de que su trabajo fuera relevante:
“Por primera vez”, dice, entre humilde y orgulloso, “un fotógrafo estaba a la altura de un escritor; en otro escalón, tal vez un poquito más abajo... pero ya se estaba acercando”.
Ramón Masats, con sus ojos maestros húmedos y gastados, flaco, barbón y apoyado en un bastón, fiel admirador de Cartier-Bresson, más parecido al Quijote que al corpulento y despeinado artesano-robador-de-imágenes de antaño, el de sonrisa franca y bigote manchado de tabaco, ha muerto a un par de semanas de cumplir 93 años.
“Antes iba por la calle mirando qué foto podía hacer; ahora, por mi edad”, decía sin nostalgia, con sinceridad y buen humor, “voy mirando al suelo para no darme una hostia”.
Es difícil mirar una sola fotografía de Masats sin admirarla; es difícil dejar de mirarla, y después es casi imposible olvidarla.