OPINIÓN LETICIA GONZÁLEZ MONTES DE OCA

Mafalda

Algunos, si cerramos los ojos, estamos de nuevo en aquel Sanborns de piso de barro, mirando hacia arriba, alzando un librito de portada roja en el que aparece una niña greñuda hablándole a un radio de pilas, y nos volvemos a oír preguntando: Ma, ¿me lo compras?

Créditos: Especial.
Escrito en OPINIÓN el

…y una mañana,

mientras el café mezclaba,

en una servilleta blanca

yo te dibujaba, yo te dibujaba.

En esa canción de Piero que nos cantaba mi mamá desde nuestros primeros años, aprendí que “piba” significaba “niña”, fue lo primero que supe de Argentina.

Lo segundo, bien pegada en la puerta del clóset de la recámara infantil, una calcomanía de un niño con camiseta albiceleste y un balón, sombrero y pañoleta atada al cuello, “Gauchito”, el emblema del mundial del año 78.

Y al poco tiempo, lo siguiente: el descubrimiento en el área de libros del Sanborns de San Ángel, de unos cuadernitos impresos con más calidad que los “cuentos” del puesto de periódicos, con viñetas en blanco y negro que, a través de un humor desconocido, caían bien y a veces llevaban a la reflexión, y que pronto fueron pasando de mano en mano y de ojos en ojos entre los hermanos.

En esos cuentos, con situaciones y textos tan distintos a los que estábamos acostumbrados, a través de una niña de pelo esponjado con un moño -y su familia y amigos y gente de su barrio- se hablaba de democracia, libertad, guerra, derechos humanos, y todos sus contrarios. Y sobre las preocupaciones eternas: la economía familiar, el trabajo, el porvenir, la vejez.

Y del debate entre el fatalismo y la convicción -y esperanza- de que es posible vivir en un mundo mejor.

Un dibujante plasmaba todo eso desde el cono sur, y al hacerlo nos mostraba cosas que acá no había: el coche del papá, un austero Citroën 2CV “uno de los pocos autos en los que lo importante sigue siendo la persona”, las banquetas cuadriculadas, los panqueques; y otras que sí había -acá y en todas partes-: la desigualdad social, el racismo, la violencia, los políticos, el machismo… y los Beatles.

El reflejo de la realidad era tan exacto y elocuente, que la memoria lo archivó para siempre: esa niña de moño preguntando a una mujer desaliñada que lava la ropa: Mamá, ¿qué te gustaría ser si vivieras? Eran tiempos en los que las mujeres en general no tenían alternativas distintas a las labores de la casa. O Guille, el hermanito, confundiendo a esa misma madre con la foto de una despampanante Brigitte Bardot impresa en una revista, y rompiendo a llorar cuando Mafalda le hace notar que no, que su mamá es la mujer desarreglada que jamás saldrá en alguna plana, pues vive atrapada haciendo el quehacer.

Joaquín Lavado, Quino, el autor de las historietas, era un genio obsesivo de los detalles, de la historia detrás de cada personaje. Después de leer y leer las historietas, vamos descubriendo las identidades bien construidas: la vida prototípica de empleado que lleva el papá, con sus cansancios, cuentas y angustias; los rasgos físicos y la vocación de comerciante de Don Manolo, español refugiado y trabajador; la personalidad contestataria de Libertad y el estilo hippie e intelectual de sus papás.

Quino hace a la mamá de Felipe dientona, como él, y le da a la mamá de Susanita el mismo peinado que a esta. La misma Mafalda tiene rasgos heredados de sus papás, pero no es igual a ninguno.

Los más mínimos detalles se mantienen, con constancia, a lo largo del tiempo: el departamento de Mafalda es igual al paso de los años, el baño, cada recámara, la mesa, todo se mantiene siempre idéntico en la mente de ese gran artista, y así llega al papel. La puerta, por ejemplo, muestra la misma letra E cada vez que aparece en alguna viñeta; y cuando se ve solo el pasillo y al fondo la puerta del departamento de al lado, si se pone atención, se puede notar que es, por supuesto, el F.

Por esa consistencia en las historias, en las características, ideas y expresiones de los personajes, han pasado décadas y seguimos diciendo que fulanita es como Susanita-la-de-Mafalda, niña ingenua y superficial que solo piensa en casarse y tener hijitos. Seguimos recordando a Manolito, su dificultad para la escuela y su amor por el dinero -o por el anhelo de este- y sus esfuerzos de marketing callejero y primitivo: un letrero de “Almacenes Manolo”, pintado en letra manuscrita y chueca, infantil, sobre una barda. Y a Miguelito, admirador-de-su-abuelo-admirador-de-Mussolini. Y los insultos decentes entre ellos cuando pensaban diferente, enfatizados con bocas abiertísimas y puños en alto, signos de admiración y letra grande: “-¡SOS UN ZANAHORIA!” “-¡Y VOS UNA PAPAFRITA!” Y ya en el extremo, “¡VOS SÍ QUE SOS PICHIRUCHI!” Y al siguiente recuadro, tan amigos como siempre.

Todavía evocamos a esa niña cuando alguien detesta la sopa, que hoy sé que se refería al militarismo y la imposición política, en forma de metáfora. Tal vez por eso, cuando la tira de prensa llegó a España, en tiempos de Franco, el gobierno obligó a que se vendiera con la etiqueta de "para adultos".

Esa niña, hecha con trazos de carbón y soplo de vida, alcanzó la suficiente autoridad moral para que Cortázar expresara, cuando le preguntaron qué pensaba de ella: “Eso no tiene la menor importancia, lo importante es lo que Mafalda piensa de mí.”

Esa niña inteligente, cuestionadora e irreverente, que nació originalmente para anunciar aparatos electrodomésticos, sin que nadie pudiera imaginarse la relevancia que acabaría teniendo, este año celebra su 60 aniversario desde la primera publicación, aunque todos sepamos que jamás abandonará la niñez. Nadie lo hace del todo. Algunos, si cerramos los ojos, estamos de nuevo en aquel Sanborns de piso de barro, mirando hacia arriba, alzando un librito de portada roja en el que aparece una niña greñuda hablándole a un radio de pilas, y nos volvemos a oír preguntando: Ma, ¿me lo compras?