OPINIÓN LETICIA GONZÁLEZ MONTES DE OCA

Los sesenta y quince de Sabina

Con los años ganó más fama de la que hubiera creído y tuvo que pagarla con lo que menos hubiera querido, con el precio elevadísimo de su amado anonimato.

Créditos: Especial.
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Colaboración Leticia González

Nació un 12 de febrero, fecha del gusto de los dioses de la poesía: un día igual, treinta y cinco años después, Cortázar partía.

Eran finales de los años ochenta cuando Joaquín caminó en México por primera vez: “…fue una especie de milagro del destino, y poner los pies en el Auditorio Nacional fue ponerlos en un templo sagrado de la música”.

Años después se haría visitante fiel del piano bar Sikeiros, puerta frente a puerta del Teatro Polyforum, con su amigo -un tal Gabo- de donde, al cabo de un rato de copas, risas y cantos, era capaz de desaparecer en cualquier momento, emprendiendo sin avisar una caminata en solitario por Insurgentes, gozando los pasos libres del bendito anonimato (“era estupendo poder ir por la calle sin que nadie te reconozca”), hasta encontrar un sitio con un mariachi y un tequila, o más, que lo acompañaran hasta el amanecer, o más.

Lo recuerdo cuando era más joven -él, yo, tú y todos- recorriendo el escenario de lado a lado, divertido, bailando, saltando, chocando los platillos mientras cantaba con alegre desdén a un fármaco indeseado, unas pastillas que hacían aburrida la vida.

En las entrevistas contaba anécdotas, que concluían con sus propias risotadas, sobre los personajes famosos más personajes y más famosos del mundo, como si fueran sus antiguos compañeros del colegio, con una frescura propia de quien se encuentra bien y cómodo en su piel. Como cuando platicaba de haber llevado a García Márquez a la fiesta de cumpleaños de Almudena Grandes y llamado antes para pedir que no le dieran lata, como siempre pasaba, “déjenlo tranquilito, que se tome una copa y tal’. Al día siguiente, el Nobel se quejaba con su representante, la catalana Carmen Ballcels, de haber visto la fiesta detrás de un cristal, desde el salón privado en el que lo acomodaron: “¡nadie me hizo el menor caso!” Y al recordarlo y contarlo Sabina, sus carcajadas rasposas daban igual o más risa que la historia misma.

En 2011, sobre la violencia en nuestro país, decía: “Me aterra, pero México resurgirá de sus cenizas. (…) En España la gente no se resigna: se indigna, ocupa las calles; eso es importante.” Ojalá sepa que acá tampoco nos resignamos, ojalá haya visto las fotos de Paseo de la Reforma vestido de blanco en las marchas por la paz de hace unos años, ojalá haya visto la foto de nuestro Zócalo colmado el domingo pasado.

Siguieron las visitas a México: y siguió pasando por el Sikeiros y por el Tenampa (que le presentó Chavela Vargas y que menciona en algún poema, junto con la noche, la cantina y el piano bar), donde los mariachis no le creían a ese flaco medio tomado que les aseguraba que él era el autor de Y nos dieron las diez; y, escépticos y siguiéndole el juego, la cantaban con él, sintiéndose cómplices de un fantasioso alarde tequilero, creyendo que ellos cantaban y él los acompañaba, y sin darse cuenta de que era al revés.

Con los años ganó más fama de la que hubiera creído y tuvo que pagarla con lo que menos hubiera querido, con el precio elevadísimo de su amado anonimato.

Y caros pagó también los años vividos mayoritariamente de noche y con desenfreno –“no me gustaría recuperar nada de entonces pero tampoco me arrepiento”-. Vinieron contratiempos que lo llevaban a cancelar conciertos: un ictus a los cincuenta que derivó en depresión; laringitis, diverticulitis “que me impide subirme a un avión”; un probema circulatorio que lo mandó al hospital; aquella caída en el escenario madrileño compartido con Serrat “volveremos en mayo”, se disculpaba, dolorido y sin que ni él ni nadie imagináramos que en unas semanas el mundo cerraría por derribo, que suena más bonito a decir que por un virus.

En la vida hay encuentros que saben menos a saludo que a despedida, aunque -muy afortunadamente- no tengamos la certeza de que no habrá más. Así con Sabina: entre su vida alocada y las trampas del destino, sobre los últimos conciertos suyos flota la tenue pero presente sombra del adiós que, contra todo pronóstico, no lo ha sido.

No hace, como prometió al cumplir 71, un elogio de la vejez. No da de brincos ni recorre la tarima que ha corrido antes; más bien lo contrario. Ya no ríe como llora Chavela. El escenario le tiñe las canas. No importa: con su voz así, rota, acompañando sus historias cantadas con la mímica de la mano izquierda, o rasgando las cuerdas de la guitarra con su otra mano, cansada, su sola figura sentada en un banco con la pierna cruzada, brindando con agua (¡qué vergüenza!, se disculpaba, como desconociéndose), basta y alcanza y nunca sobra.

Nada de cumpleaños feliz, Joaquín, Joaquinito.

Que todas tus cenas. Que todas tus noches.

Y que el crepúsculo siga yendo con retraso.