OPINIÓN LETICIA GONZÁLEZ MONTES DE OCA

Raphael

De ese español se sabía que tenía el pelo largo sin ser un hippie, que vestía todo de negro (como no se usaba), que cantaba con voz privilegiada.

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Raphael

“Dos veces estuvo vacía la ciudad”, me cuenta mi madre: “cuando fue la llegada del hombre a la luna, y la noche en que él se presentaría por primera vez en la televisión mexicana. De ese español se sabía que tenía el pelo largo sin ser un hippie, que vestía todo de negro (como no se usaba), que cantaba con voz privilegiada, pero sobre todo, que se movía con ademanes exagerados nunca antes vistos en nadie”.

Ademanes y gestos nunca antes vistos en nadie, y eso que era la época de espectáculos, shows, cabarets y vedettes más variada y abundante que ha visto la Ciudad de México.

Y sí, en televisión abierta (toda lo era) y con récords de audiencia para un invitado a cantar, apareció, cantó, se movió y se lució. “En blanco y negro, por supuesto.”

Era el año 67; debutaba con “Yo soy aquel” en El Patio (en Atenas 9, como  oía cada mañana en el radio del coche rumbo al colegio), el centro nocturno al que se iba de etiqueta, con María Félix en mesa de pista sin poder quitarle la vista: “estoy aquí, aquí, para adorarte”.

Se salía de los límites, de los cánones del escenario. “Se salía de la mediocridad”, dice Bosé, “en el mundo gris y reprimido del franquismo; se salía de lo social y políticamente correcto”. 

Narra la nota del 11 de febrero de 1968 en El Universal: “Un verdadero tumulto se registró en la Alameda Central para verlo actuar y cantar. Causó delirio entre las adolescentes: setenta fans se desmayaron y a una la mandó al hospital.” Así.

Sus movimientos eran qué, ¿entre insolentes y seductores; entre retadores y entregados? Entre atrevidos y afeminados, para el criterio machista de la época. Y él: digan lo que digan. Todo provocación, todo descaro. Un escándalo.

Guardo recuerdos de mi niñez -antes de imaginar cómo sería eso de tener el corazón en carne viva- en los que no faltaba alguno que lo imitaba, mientras los demás reían de las expresiones desmesuradas con las que se copiaban sus formas, que por sí ya lo eran en la versión original.

Y todo porque el niño-divo-ruiseñor-monstruo de Linares, ese pueblo andaluz donde tiene estatua, museo y calle, no se conformaba con cantar (sobre todo a Manuel Alejandro y a José Luis Perales), él vivía la historia y pasaba por todo un drama de tres minutos en cada canción.

Veo en la red “Balada triste de trompeta” y me llega al alma, cada vez. Es su falsete, su arte, su pasión, lo tanto que dice sin palabras. Sin palabras. 

Magistral, solo y en duetos. Antes, “Como yo te amo”, con la Jurado; y “Qué sabe nadie”, con la Dúrcal. Ahora, “Se nos rompió el amor”, con Vanessa Martin; y “Me olvidé de vivir”, con Manuel Carrasco. Y con tantos más.

Hay que verlo interpretar “Huapango torero”, del compositor zacatecano Tomás Méndez. O “Adoro”, de nuestro Manzanero. O nuestra Llorona, o nuestra Sandunga. O “Volver, volver”, con nuestro Chente o “Qué bonita la vida”, con el Potrillo. Vaya intercambio y suma de talentos con los que ya partieron y con los que van llegando, con los de allá y los de acá.

Su éxito fue tal, que crearon para él el Disco de Uranio -el elemento químico de mayor peso atómico de la tabla esa que  medio estudiamos en secundaria- por haber alcanzado los 50 millones de ventas de discos en todo el planeta. Ya después, este premio lo alcanzarían Queen, AC/DC y Michael Jackson. Cuentan que los rusos aprendían español nada más para entender sus letras.

En mi memoria aparece siempre elegante en el escenario; y afuera, todo el tiempo con bufanda. Cuidaba su voz como el don divino que sabía que era, así que al salir de un concierto no se iba de parranda, como Sabina: se encerraba en su cuarto de hotel, en sus miles de cuartos de hotel, donde descubrió que las botellitas miniatura del servibar eran aliados fiables para dormir bien. Las miles de botellitas de servibar. Y, como suele pasar, cuando se arregla una cosa se descompone otra; esa forma de perseguir el sueño le trajo consecuencias de salud desastrosas.

Estando en el escenario nadie notaba su sufrir: “me estaba muriendo a chorros.” Hasta que del cielo -o del hospital, da igual- llegó una llamada: corra, no pierda un solo segundo. Le esperaba el hígado bueno de un joven bueno.

Y corrió y llegó; y, a sus sesenta, volvió a nacer. Hoy, a sus ochenta, y con agenda llena todo el año, no habla de retiro: sigue siendo aquel adicto al escenario, como le dice su mujer.

Un poco más mayor, quizás

un poco más cansado, sí

pero con ilusiones 

como cuando era un niño

y me olvido del tiempo

cuando empiezo a cantar.

En unas semanas esta leyenda musical va a seguirlo siendo acá, en nuestro país. Ya no en la Alameda, ni en El Patio -que tantas veces llenó y donde se dice que hasta los señores le aventaban sus corbatas y sacos- sino en el siempre propicio Auditorio Nacional.

Ya tengo mis boletos para esa gran noche.

Estoy segura de que al despertar ya mi vida sabrá algo que no conoce.