Tenía 8 años, era el mayor de cinco hermanos y de un grupo numeroso de primos. Vivíamos en la calle de Río Atoyac, en la Colonia Cuauhtémoc del entonces Distrito Federal, muy cerquita del Ángel, en una casa ya desaparecida, que estaba edificada en un espacio que hoy ocupa la parte trasera del Hotel Marquis Reforma, donde cuentan que hasta hace pocos años existió un piano bar llamado Sikeiros, anfitrión de voces conocidas y no en largas noches de cantos y tragos.
Desde que aprendí que mis sueños de niño podían plasmarse en papel, le escribí cada año mi carta a Santa Claus. Mi madre, que era profesora, revisaba mi ortografía antes de que yo sellara el sobre blanco rotulado y atravesara la calle hasta la oficina de correos, comprara una estampilla, y depositara mi sobre y mis ilusiones en un buzón, rumbo al Polo Norte.
La noche del 24 la pasábamos en casa de mis abuelos, en la calle de Arroyo -ahora Montes Celestes- hasta donde viajé tantas veces solito, desde los seis años, en un camión que me dejaba en Montes Urales. En lugar de aquella casa hoy se encuentra ahí una sucursal de un banco hispanoamericano.
El hombre panzón, barbudo, con anteojos de aro y vestido de rojo se anunciaba a campanadas desde la calle. Los niños -que en ese entonces no chistábamos ante las órdenes de los mayores- nos ocultábamos debajo de la mesa del comedor: era fundamental evitar que el tremendo personaje nos viera con esas ansias imposibles de controlar. Ahí estábamos, nerviosos y agazapados, cuando, a mitad de la sala, soltaba sus risotadas, cargando a la espalda un costal lleno de juguetes que correspondían a los deseos de cada uno de nosotros: un set de Meccano, un tren eléctrico, unos patines, una bolsa de canicas, una muñeca de trapo.
Salíamos del escondite, azorados, y nos sentábamos en la sala, rodeándolo. Él sacaba un regalo, o dos o tres, y los iba entregando al dueño de cada nombre anotado con letra manuscrita en una tarjetita. Hasta que, después de algunos, interrumpía: Niños, como hoy es cumpleaños de Rafaelito, él será el encargado de seguir con la entrega de regalos. Yo, flotando, me instalaba en el sillón orejón y desde ahí continuaba con la repartición. Santa, por su parte, departía con los grandes, disfrutando de un whisky y un puro -sin cohete, cabe aclarar, porque en ese tiempo se usaba entre amigos gastar la broma de ofrecerse puros con un cohete oculto, que estallaba de repente en la cara de uno entre las risas de los otros-. Después de un rato se iba a otra casa; y a otro whisky, y a otro puro; y a otra, y a otros.
Así pasaban los años. Hasta que una mañana, recién entrando a la adolescencia, amanecimos con el periódico dando la noticia: Santa Claus -disfrazado de hombre de traje gris y bajo una identidad que coincidía con el nombre de un viejo amigo de la familia- había estrellado su trineo, oculto bajo el chasís de un Plymouth blanco, contra la recién inaugurada Fuente de Petróleos, que en ese entonces era una glorieta a pie de calle, tan invisible a media noche para los conductores whiskeros como al parecer lo es actualmente la Diana Cazadora, fuente con la que comparte avenida, arquitecto, escultor y modelo.
Entre los comentarios espontáneos y poco discretos de los adultos sobre la nota, y otros salpicados de malicia escuchados en el patio del colegio, fuimos, uno tras otro, atando datos, sacando conclusiones, y asociando los brindis de las casas navideñas con el episodio en que el señor en cuestión se vio intentando dar explicaciones imposibles a mitad de la noche y debajo de una fuente.
Todo eso está muy lejos; pero esos recuerdos y aquella emoción se quedaron para siempre en la memoria del corazón. De eso me doy cuenta cuando me escucho, a mis 84, respondiéndole a mi hija sobre cómo eran las navidades de mi infancia.