Mi abuela materna era una mujer profundamente cristiana. Provenía de una empobrecida familia de rancheros de la Comarca Lagunera. Recuerdo muy bien el pequeño departamento donde vivía en la colonia Narvarte de la Ciudad de México, muy cerca del mercado 24 de Agosto. El primer aviso de que la Navidad se acercaba era cuando afuera de este mercado se ponían los puestos con musgo, heno, figuritas de barro para el nacimiento, luces de bengala, piñatas y árboles de Navidad.
Mi abuela ponía un hermosísimo nacimiento en su casa. Desocupaba la sala y, a pesar de las estrecheces, había lugar para las montañas de papel, desiertos con beduinos y lagos de espejos, surcados por lanchitas, como las chalupas de Xochimilco, donde las mujeres indígenas llevaban frutas. Como en todo nacimiento tradicional, había un infierno y un diablo refundido en él, furioso porque había nacido el Niño Dios.
Poco antes de las posadas, mi abuela se quedaba a dormir en mi casa para cuidarnos mientras mis padres iban a alguna fiesta. Era una noche maravillosa, porque mi abuela, mis hermanos y yo poníamos nuestro nacimiento. Cada año, acompañado de mi abuela, iba al mercado para comprar alguna nueva figura para el nacimiento. Me acuerdo del chicharronero que tenía un pobre cochino destazado al lado del cazo y de una tortillera con su comal. Supongo que los Reyes Magos necesitaban comer tras su viaje en el desierto y qué mejor que ofrecerles unos tacos de carnitas estilo Belén.
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En mi casa, organizábamos una Posada tradicional. Junto con mi abuela hacíamos la piñata. Comprábamos la olla de barro, hacíamos el engrudo con harina y agua, y luego venía la parte crucial: tapizar la olla con periódico. Mientras más periódico le pegáramos, más resistiría la piñata. Finalmente, venía la decoración con papel de China. Mi abuela era quien hacía los picos y los pegaba con mucho cuidado. Luego, la rellenábamos con limas, cañas, tejocotes y jícamas.
Asistían los niños de nuestro edificio. Había procesión con los santos peregrinos con velitas en mano, canto de la posada, piñata, luces de bengala, ponche y el aguinaldo para cada niño: esas canastitas de papel crepé rellenas de colación que resultaban muy útiles para jugar guerritas con los vecinos. Como eran duras, eran una munición muy apreciada junto con los tejocotes.
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La cena de Nochebuena era maravillosa. Nunca comimos pavo, sino pollo al horno, relleno de picadillo. Mi abuela untaba con mantequilla y mostaza el pollo, lo rociaba con ron y lo metía al horno con el picadillo previamente cocinado. El picadillo, que aún cocinamos en mi casa, llevaba almendras, pasitas, aceitunas y castañas. A mí me daban permiso de asar las castañas en el comal y de pelarlas. El problema era que me comía la mitad.
Mi papá compraba turrones y mazapanes de almendra. En aquella época, las importaciones eran restringidas y casi no llegaban a México los productos españoles. Casa Toledo era la única tienda que fabricaba mazapanes de almendra en México. Sólo los comíamos una vez al año y me sabían a gloria.
En la cena se servía sidra El Gaitero. Como eran otros tiempos, a los niños nos daban permiso de tomar un traguito. Aquello era fantástico. Era frecuente que viniesen mis tíos y primos de Estados Unidos, así que mi casa era una verbena, llena de sonrisas.
Después de cenar, venía la adoración del Niño. Los dos miembros más chicos de la familia arrullaban al Niño Jesús en una pañoleta. Sobra decir que, en más de alguna ocasión, el pobre Niño Dios estuvo a punto de caer al suelo y hacerse pedazos.
Toda la familia besaba al Niño, abríamos regalos y luego nos íbamos a dormir para esperar los regalos que el Niño Jesús, ayudado por Santa Claus, nos traía. Pobres de mis papás, a quienes despertábamos a las cinco de la mañana para mostrarles nuestros regalos.
(Héctor Zagal, autor del artículo y conductor de radio, dice que es un poco Grinch, pero en el fondo se emociona con la Navidad.)