El recuerdo de mi abuela es permanente, pero se acentúa con la llegada de la época navideña: las esferas que ella misma hacía para nuestro arbolito –bolas de unicel con lentejuelas de colores clavadas con alfileres pequeñitos y paciencia infinita–, el ponche que nos preparaba, siempre sin tejocotes y cañas, que no nos gustaban y para nosotros eran frutas raras; las pecheras que nos tejía para que las lleváramos en invierno entre la playera del uniforme y la camiseta, que, por supuesto, en ese entonces no apreciábamos; las piñatas pequeñitas que colgaba en el estrecho pasillo de su departamento y que aprendimos a romper mientras nos cantaba, casi antes de aprender a caminar.
Nos llevaba de cuando en cuando al Sears de Insurgentes a comprar un juguete a cada uno, el que quisiéramos –salvo en aquella ocasión en que mi hermano eligió un castillo de precio desorbitado–. Yo tendría unos ocho años el día que salí de ahí con una muñeca de mi tamaño que contó como un pasajero más en el “libre” que tomamos de regreso.
Faltaba poco para la noche de Navidad. O mucho, según se le preguntara a un adulto o a un niño. Las cajas envueltas empezaban a aparecer debajo del árbol, cada una con su tarjetita, y cada uno de nosotros, en solitario, las espiaba hasta encontrar su nombre escrito en letra manuscrita. Nada ocupaba nuestra mente en esos días más que el misterio que aguardaba paciente dentro de una caja con moño; las demás no importaban, solo la nuestra.
Mi hermano, ansioso por averiguar el contenido de aquella que tenía bien detectada, en la que, con esfuerzo, logró leer la suave caligrafía “Para: Riqui”, se acercó a mi abuela con una propuesta clandestina de intercambio de información: si tú me dices qué es mi regalo, yo te digo lo que es el tuyo. Ella, apretando la pequeña mano en señal de formalizar el trato, le dijo al oído: es una pelota de colores, grandota. Mi hermano, sonriente, se alzó de puntas y le dijo, lo más bajito que pudo: el tuyo es una manguera para tu jardín. Después siguió contando los días, aunque con su curiosidad infantil ya parcialmente saciada, hasta que, finalmente, llegó la Nochebuena. Mi abuela recibió su regalo haciendo aspavientos exagerados de gusto y sorpresa, y guiñando un ojo a Ricardo; este, llegado su turno, abrió el suyo ante la mirada pícara de ella: era el castillo al que alguna vez se había visto obligado a renunciar.
Han pasado más de cuarenta navidades y podrán pasar cuarenta más sin que mi hermano olvide aquel cruce de miradas que duró un segundo y no necesitó una sola palabra.
Acá nunca hablamos de las sillas vacías, quizá porque hemos aprendido que la noche de Navidad hay algunos que regresan, y otros, muy pocos, que nunca se van.