OPINIÓN LETICIA GONZÁLEZ MONTES DE OCA

Tu otro mundo

Aquel paraíso infantil reinaba en la esquina de Insurgentes y una calle que entonces se llamaba de la forma más bella, Río Magdalena, nombre que ha sido reducido a Eje 10.

“Los recuerdos del porvenir”.
“Los recuerdos del porvenir”.Créditos: Envato.
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Viajo a los años setenta. Es domingo y vamos a misa, esta vez no a la iglesia tlalpeña de la esquina, Santa María, sino a la Santa Cruz del Pedregal. Lo que más me gustaba de ir allá no era su arquitectura moderna con su pared amarilla ni la escultura de acero suspendida sobre el altar, sino el tinglado que una señora montaba a la salida para vender dulces gringos traídos de contrabando, de “fayuca”, se decía: Sweetarts, Pixie Stix, Pop Rocks -unos cristalitos de azucar que tronaban en la boca-.

En el guión imaginario sigue el recurrente debate dentro del gigantesco Ford LTD paterno –“La nave del olvido”, lo llamábamos-: ¡Vamos a Tomboy! ¡Ahí ya fuimos la semana pasada, toca Shakey’s! Casi siempre ganaba este último, en el rumbo de San Angel. Apenas abrir la puerta de madera con vitral de círculos rojos y amarillos, nos recibía el aroma a pizza recién horneada y el sonido de música, y argüende. Mis papás se sentaban a la mesa a esperar la orden, mientras unos señores de corbata de moño, tirantes y saco a rayas rojiblancas, tocaban el piano y el banjo.

Nosotros arrastrábamos unos bancos negros pesadísimos hasta el ventanal detrás del cual estaban los cocineros: clarito los veo enfundados en su delantal y gorro blancos, amasando, pasando el rodillo, esparciendo la salsa de tomate, siempre a toda prisa y con movimientos que ahora me parecen una coreografía impecablemente ejecutada; tomando los ingredientes correspondientes para el tipo de pizza, espolvoreando el queso, abriendo el horno para meter las charolas con una pala de mango largo, mientras adivinábamos cuáles de entre todas eran las nuestras. Un día, uno de ellos nos lanzó un puñado de harina que dio contra el cristal, a muy pocos centímetros de nuestras caras. Sigo oyendo las risotadas.

La siguiente parada era la juguetería Ara, que, en unos ojos de 8 años parecía enorme, infinita. En su interior había una fuente formada por hilos de aceite que caían del techo formando una cortina, hipnotizante. Me esfuerzo por ver qué hay al otro lado y me aparece, primero borrosa y luego clarísima, la imagen de una maqueta: un lago cristalino, montañas boscosas, túneles por los que atraviesa a toda velocidad una locomotora con todo y faro frontal encendido.

Había una estructura altísima que contenía pelotas enormes de colores, me encantaban. Eran los tiempos de la avalancha y el View Master,  de los juguetes Plastimarx (son bonitos, son durables), de la Lagrimitas (todos recordamos su jingle, que cantábamos sin piedad si alguno lloraba en clase), tiempos anteriores -no mucho y sí- a los videojuegos.

En el estacionamiento había un kiosco donde vendían helados: Danessa 33. Ningún sabor a choco chips igualó jamás al de ahí. Recuerdo una promoción, supongo cercana al Superbowl, en la que las bolas de helado no las servían ni en vasito ni en barquillo, sino en un pequeño casco de fútbol americano. El plateado de los Vaqueros de Dallas era más solicitado, aunque yo elegí el amarillo de los Acereros de Pittsburgh, porque era la ciudad a la que había ido de intercambio en un programa escolar. Lo guardé por años.

Aquel paraíso infantil reinaba en la esquina de Insurgentes y una calle que entonces se llamaba de la forma más bella, Río Magdalena, nombre que ha sido reducido a Eje 10. Poco más al norte estaba el Mundo Feliz -con todo y Aquarama y su inolvidable olor a cloro, y donde dimos brazadas con tablas de unicel la mayoría de los niños de esa época y zona de la ciudad-, el restaurante Los Comerciales -con su Adán escandaloso en el baño de mujeres y su hoja de parra conectada a una sirena y luces delatoras-, y enfrente, el centro comercial Relox, con un Helen’s dentro, donde celebramos con malteadas, hot fudge y sombreros algún cumpleaños. Ahí mismo, una librería atendida por un hombre centroamericano culto que, fiel a su personaje, entre cliente y cliente leía un par de párrafos del libro que dejaba abierto en cualquier lado para atender a alguien; aquí a mi lado tengo una antigua edición de “Los recuerdos del porvenir”, comprada ahí por mi madre en $10,900 viejos pesos. Y el mencionado Tomboy, y el Sanborns con sus escalones de talavera, y las artesanías de La Carreta, y el bar Kloster con su entrada en forma de barril de cerveza; y el Club España y Lumen y Lancer’s y el casi santuario con la mano de Obregón flotando inerte, conservada en formol. Podría caminar esa avenida con los ojos vendados hasta el Vips de las antorchas y el Hotel de México, cuando su fachada era color de rosa.

Visité hace poco aquella esquina de los juguetes y helados, usurpada hoy por un edificio de espejos llamado Murano, con motivo de conocer un restaurante árabe nada malo. Desconocí la zona: entre papelerías con impresión express, las omnipresentes tiendas de conveniencia, letreros de acceso a estacionamientos imposibles y puestos de antojitos de banqueta, queda apenas nada de aquellos benditos años.

Me hizo más sentido que nunca la frase “Tu otro mundo”, que fue, por años, el atinado slogan de marca de aquella entrañable y eterna juguetería.