Hojeo el álbum de mis primeros días. Con los años, las fotos antes adheridas al cartón se han despegado y aparecen desordenadas unas detrás de otras bajo un acetato ya opaco.
Me detengo en una imagen desteñida: es una recámara de un departamento en la calle de Nebraska. Hay una cuna, y al lado, una bañera de hule, de esas plegables y portátiles, acomodada junto a la ventana, para que mi piel recién bañada recibiera su dosis de sol cada mañana.
Aparezco envuelta en una toalla, mientras una mujer otomí me sostiene, en horizontal, en sus antebrazos. En el Estado de México nació, y llegó a la ciudad buscando trabajo aún chamaca, como tantas. Temerosa o chiveada, prefiere mirarme a mí que al lente de la cámara, con el rostro atento y la boca apenas abierta, parece que me susurra algo. Peinada con una trenza y vestida con delantal en tono rosa. Mi memoria no llega a esos tiempos, pero siempre he sabido que se llamaba Herminia.
Mi madre me ha contado muchas veces sobre ella:
–La llevamos a Acapulco para que te cuidara y pudiéramos salir de noche. Le compré un traje de baño que su pudor o sus costumbres no le dejaron usar; lo más que aceptó fue quitarse los huaraches para que, al llegar las olas, mojaran sus pies, mientras ella se levantaba capas y más capas de enaguas.–
Se mareaba con el vaivén del agua. Herminia nunca antes había visto el mar.
Sigue contando mi mamá: –Si, mientras comíamos, le pedía que trajera un tenedor, regresaba con un plato, o con un cucharón, y nos veía, atenta a nuestra reacción, para ver si lo que había traído era lo que necesitábamos. No sabía qué le estábamos pidiendo, pero intentaba adivinarlo, pensaba a qué le sonaba la palabra y con eso probaba. Igual pasaba si le pedíamos hielo, no sabía de qué le estábamos hablando–.
Le gustaba ver el box en la televisión, en blanco y negro, por supuesto, y movía los hombros de forma alternada, como si ella misma fuera a conectar un gancho al estómago del que había elegido como contrincante.
–Ya recordó la niña–, anunciaba cuando yo despertaba. No se equivocaba. En mi familia adoptamos para siempre esa expresión.
Herminia. ¿Qué habrá sido de ella después de que se fue a ayudar a su familia a defender unas tierras? ¿Dónde, dónde andará? Solo sé que vive en la primera hoja de mi álbum descuadernado.
Recordar, en su origen del latín significa volver a pasar por el corazón, volverlo a visitar. ¿Recordará ella alguna vez a esa criatura ajena que arrulló hace tanto? ¿Le contará a alguien de los tiempos en que cuidaba a una bebé y no sabía distinguir entre una charola y una cuchara? ¿Se reirá, tímida, como lo hacía, al contar que no sabía lo que era el hielo? ¿Se preguntará si es recordada?
Lo que seguro no olvida es aquella tarde en que, desconfiada y curiosa, pisó una arena fina que se hundía bajo ella y se movía entre los dedos de sus pies oscuros, los que después metió a una masa infinita de agua salada que la hacía moverse involuntariamente hacia adelante o hacia atrás, descomponiendo su equilibrio; un montón de agua que jamás, ni por un segundo, se aquietaba, como si estuviera viva, como si respirara.