OPINIÓN LETICIA GONZÁLEZ MONTES DE OCA

Sabina: un último vals

Sabina espera el final inminente a puerta gayola, como ha intentado vivir siempre, valiente, plantando cara.

Sabina durante una gira en Madrid.
Sabina durante una gira en Madrid.Créditos: EFE
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Contestatario desde el principio de los tiempos, se arma él solo su fiesta del adiós. Bueno, solo solo no, se trata de una obra de Fernando León de Aranoa, el mismo que lo acompañó por 13 años filmándolo en público y privado para hacer el documental Sintiéndolo Mucho, al que se podría sumar este videoclip a modo de colofón.

Cuando se trata de un ser querido, la mera palabra “despedida” basta para forzar un parpadeo que intente borrar cualquier boceto de imagen dolorosa; mejor pensar en otra cosa. Sin embargo, Sabina espera el final inminente a puerta gayola, como ha intentado vivir siempre, valiente, plantando cara.

La locación no podía ser otra que la barra de un bar, esa especie de diván, seguramente de madrugada. Un whisky sin peces de hielo, la nube del humo de su cigarro y el bombín en su inquieta cabeza lo acompañan mientras canta o recita o repasa con esa voz tan suya de lija percudida, agradecido y encantado, el inventario de su loca vida: sus cielos e infiernos, las caídas y las recaídas, la salud estocada, el último tercio, el imposible olvido.

Como en un funeral entrañable y surrealista lo rodean aquellos que siempre están, los que tienen derecho de apartado en el palco más privado, los que importan más allá del nombre o el renombre: José Tomás, Jorge Dexler, García Montero, Ricardo Darín, Andrés Calamaro. Ahí nomás. Y Benjamín Prado y Leiva, uno coautor y el otro productor de esta nueva canción. Entre otros.

Serrat no podía faltar: se acerca despacio y le da el beso más, pero más tierno, como se le da a un hijo cuando se le quiere decir “te quiero, así, como eres”, por más que sea un descarrilado.

Aparece el fantasma de Javier Krahe, su maestro en tiempos de La Mandrágora, la mítica cueva madrileña de sus primeros escenarios en los años ochenta. Su mejor interlocutor, su compadre, el del humor intelectual y aristocracia moral: “le discutía, a veces a gritos, por su rigor estético: era capaz de renunciar a un verso que traspasa el corazón, por falta de rima o ritmo en la arquitectura de una canción.” Si no echaron mano de la inteligencia artificial para sentarlo en un banco, habrán buscado bajo las piedras hasta encontrar su doble, “clavadito” al original, como dicen allá.

Joaquín Sabina / EFE

Al piano, el eterno Antonio García de Diego. Al lado, la ausencia de una guitarra innombrable se hace presente desde el destierro. Así pasa a veces con personas cercanas por cuestiones que no tienen remedio: si te he visto, no me acuerdo.

En otro plano: sus hijas y su mujer, y Eugenia León, y Mara Barros.

Resumiendo:

“Nos tocaba crecer y crecimos, vaya si crecimos

cada vez con más dudas, más viejos, más sabios, más primos…”

Que el fin del mundo nos pille en un bar. O en una cantina.

Que la orquesta no pare de tocar.

Que el último vals tarde en llegar.

Que esa noche sin luna no amanezca jamás.