OPINIÓN LETICIA GONZÁLEZ MONTES DE OCA

El Flaco de Úbeda

Joaquín se ha cansado de decir que su infancia y adolescencia no fueron para él “ese paraíso iniciático y emocional de donde los poetas aseguran sacar la fuente de su inspiración".

El cantautor, poeta y pintor español, Joaquín Sabina.
El cantautor, poeta y pintor español, Joaquín Sabina.Créditos: EFE
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Joaquinito no fue a nacer donde le dio la gana, como dice Chavela Vargas que hizo, ni lo fueron a parir entre algodón como al coprotagonista de esa otra canción. No, él nació en una antigua ciudad amurallada, un pueblo sin mar perdido en Andalucía, rodeado de verdes olivares machadianos, y fue a dar a una familia en la que los padres se quitaban el alimento de la boca -el alimento real, de la boca de verdad- con tal de que los hijos fueran a un buen colegio, cosa que, desde muy chico, le provocaba una prematura consternación.

El barrio donde creció no es ninguna pradera: en la Plaza Primero de Mayo, entre dos balcones enmarcados por arcos de cantera que destacan de un muro pintado de blanco, resalta una placa hecha con ocho y medio azulejos que anuncian: “En esta casa nació Joaquín Sabina el día 12 de febrero de 1949” -y un dibujo de su rostro sonriente tomando con dos dedos el filo de su bombín.

Adentro, en un viaje en el tiempo, casi veo al chaval frente a un plato de lentejas, en silencio, sintiéndose un tanto aprisionado, logrando sobrellevar la sucia rutina ayudado por la presencia de Ramón, su amado abuelo carpintero.

Ahí seguirá la habitación que quedó vacía cuando partió a la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Granada, a enamorarse para siempre de las palabras -las leídas en libros y las escritas en servilletas- y de la libertad, esa que bebería hasta las últimas gotas años después, en las noches eternas de su patria adoptiva elegida, su Madrid. 

En los pasillos, tras las cortinas, quizá aún puedan verse las sombras de quienes lo lloraban cuando a sus 20 años escapó a Londres huyendo de las represalias que esperaba de Franco, tras haber lanzado una bomba Molotov a la puerta de una sucursal del Banco de Bilbao.

No lejos queda su primer colegio, el de las monjas Carmelitas, donde a regaños comía verduras y garbanzos; y el del bachillerato con los salesianos, al que asistiría uniformado de suéter obscuro con cuello rojo -como presagio- del que se graduó con buenas notas prefiriendo como regalo una guitarra, y no el reloj que le ofrecía su padre.

Al lado de una turronería está la escuela de música que lleva su nombre y que recibe alumnos desde la edad de cuatro, muy cerquita de la Plaza de Toros, coso de piedra construido hace unos 180 años.

A modo de homenaje o casi templo al que nunca le faltan los feligreses, un escultor local abrió una taberna nombrada Calle Melancolía, que resguarda piezas como un museo: él, de niño, en traje de militar, de grande, con “su primo el Nano”, sus padres, portadas, dibujos, poemas, y hasta un bolo de su Primera Comunión. Mientras, sus más de 200 canciones alternan con el barullo.

A unas cuadras, tomando la pared de un edificio de dos pisos como lienzo, hay un mural entre cubista y realista del artista urbano Miguel Angel Belinchón “Belin”: el rostro del cantautor partido en dos, acaso el hombre y la figura, mirando a la izquierda, esa de la que fue fiel militante y de la que lleva un rato claudicando.

Joaquín se ha cansado de decir que su infancia y adolescencia no fueron para él “ese paraíso iniciático y emocional de donde los poetas aseguran sacar la fuente de su inspiración: el diamante sin pulir de su obra adulta”. Y, sin embargo, ha regresado; pocas veces, pero ha regresado: “aún late un corazoncito donde nunca ha faltado un sitio para una media verónica de José Tomás o para las trompetas de los Romanos de la Humildad en Jueves Santo, porque si somos ateos, como decía Buñuel, es gracias a Dios”.

Hace no tanto les cantó a sus paisanos en el Festival de Música de Verano: “…después de tanto lejos, vuelvo aquí, Úbeda, mi ADN, mi destino, el mágico lugar donde crecí”. Regresó como hijo entre pródigo y predilecto a recoger un premio. “Pensé que acá no me quedaba nada  pero apenas llegar he recordado a Jeromito y Adela, mis padres que ya no están, pero que estarían orgullosos de su oveja negra, el golfo, el descastado, el bohemio y el exiliado, de vuelta al redil.”

Quisiera algún día pisar esas calles estrechas. Mientras, invento los pasos que no he dado en ellas desde mi teclado, escuchando, como si cantara al lado,  su voz de lija vieja.