OPINIÓN LETICIA GONZÁLEZ MONTES DE OCA

Inicio y fin de año en Acapulco

El sol nunca se dio por aludido y sigue ofreciendo, puntual, esos atardeceres en varios tonos de rojo a los parece que se acostumbraron mis ojos y cada tarde resulta que no.

Créditos: Cuartoscuro.
Escrito en OPINIÓN el

Con las tragedias pasa algo: para los que las ven de lejos, por muy comprensivos y solidarios que sean, pronto van quedando en el pasado, entre mil otros temas y asuntos de la vida. Vistas a la distancia, suelen arrumbarse pronto en el olvido. Pero para los que las viven en carne propia, no: el recuerdo sigue tan vivo, que no queda atrás tan fácilmente como ellos mismos quisieran. Y si, además, los efectos siguen viviéndose día a día y no terminan de solucionarse, en lugar de ser algo que pasó hace unas semanas y duró unas horas se vive como un golpe que inició esa noche, pero que no ha dejado de hacer daño, extendiéndose penosamente al paso de los días, que se van sumando hasta hacerse, lentamente y de pronto, meses.

El huracán ha dejado de ser tendencia en las noticias, en las redes, y en las conversaciones del resto del país; en cambio, para los que habitan el puerto, sigue ahí, sin la furia de esa noche terrible, pero con la persistencia de una pesadilla que no acaba ni parece terminar nunca. Y en alguna medida y de otra forma, para los que lo sentimos un poco o muy nuestro, también.

A dos meses del infierno de vientos y agua violentísimos azotando e inundando por todas partes todo y a todos, y un cielo y un mar hechos uno solo, fuera de sí, arrastrando y destruyendo sin descanso lo que fuera que su capricho se encontrara, la gente sigue contando su experiencia, no como si hubiera sido ayer, sino como si la hubiera vivido hace solo unas pocas horas.

Vuelven a espantarse al escuchar su propia voz describir la fuerza furiosa que parecía buscarlos en los últimos rincones en que buscaban protegerse, los ruidos ensordecedores, el terror paralizante, la fragilidad, la devastación en todo alrededor de ellos y ahí mismo, a su lado: “...y cuando finalmente amaneció, salimos de donde nos habíamos refugiado, solo para ver que nada se había salvado, pero nada... que se lo había llevado todo, pero todo todo…”, y sin poderlo evitar, la voz se rompe, incapaz de mantener la intentada serenidad y la esforzada firmeza, los ojos se humedecen, se abre un dique bajo el peso de revivir las sensaciones y los sentimientos, y rompen nuevamente a llorar. Por muchas veces que lo hayan contado, no han logrado consumir toda la angustia y el terror de aquella noche que jamás, por mucho que lo intenten, olvidarán.

Nadie ahí pone en duda que murieron más que los cincuenta declarados en la ridícula, ofensiva cifra oficial: pero muchos más, cuentan acá, “cientos”, asegura alguien, “al menos mil”, calcula al aire alguien más; lo dicen agraviados, indignados, ofendidos. “Y aún faltan los marineros”. Todavía están los buzos particulares buscando esos cuerpos perdidos entre escombro en el fondo de la bahía, o aprisionados por los restos de las embarcaciones que intentaron proteger, que ya solo podrán ser reconocidos -si acaso- mediante pruebas genéticas, que esperan sepultura desde el fondo del mar. O tan lejos, que nadie sabe si algún día los podrán encontrar: los que vivieron cuentan cómo los vieron perderse a la deriva hacia altamar.

“Empujad al mar mi barca”, canta Serrat:

Ay, si un día para mi mal
Viene a buscarme la parca
Empujad al mar mi barca
Con un levante otoñal

Y dejad que el temporal
Desguace sus alas blancas
Y a mí enterradme sin duelo
Entre la playa y el cielo

Acá el temporal sí que desguazó sus alas -negras- y sí que hay duelo, se siente en el ambiente; pero también se sienten en el aire, en una inconfundible mezcla -finalmente es Acapulco y son acapulqueños- la resistencia, las ganas y el esfuerzo para levantarse de los sobrevivientes.

Y así, lastimados, dolidos y todo, no se quedaron atorados en sus lamentos; en medio de la pérdida sabían que la mejor temporada, el fin de año, estaba encima. Y no quisieron darse un tiempo del que no disponían antes de salir del desconcierto y ponerse a trabajar sin tregua hasta dejar la Costera limpia del tiradero, al menos en un grado indispensable, y por levantar palapas y techumbres que se ven recién hechas, con mantas y letreros, desde los más elaborados hasta los más improvisados, rotulados con palabras que hasta hace poco parecían impensables:

“Estamos abiertos”

“Bienvenidos. Estamos trabajando al 100.”

“Estamos aquí como siempre para ti.”

“Ya abrimos. ¡Gracias a Dios!”

“Estamos listos para atenderte. ¡Gracias por venir!”

Da gusto ver tantas lonas, una tras otra. Ver por un lado que los tacos del Zorrito ya esperan clientes trasnochadores y que en otros puntos los Tarascos estrenan marquesinas; los mini supers, las farmacias, restaurantes y hotelitos donde tantos se ganan la vida anuncian su reapertura, entre cristales recién colocados. Dar una vuelta por ahí es ver la resurrección del puerto, y no es una expresión.

Entre edificios que todavía muestran cuartos abiertos, sin muros, con trozos de cortinas colgando al vacío, y la lucha de las personas golpeadas y trabajadoras por ponerse de pie, no podían faltar, completamente fuera de lugar, algunos mensajes y rostros insolentes de aspirantes, precandidatos y gobernantes aprovechando la tragedia para intentar sacar ventaja, tratando de hacer parecer un favor o un generoso acto de caridad lo que debería asumirse como obligación y responsabilidad. Los letreros mandados a hacer en momentos en que no había ni una botella de agua para algunos de los afectados, con redacciones eternas, artificiosas y anacrónicas: “La agrupación de tal y tal agradece y reconoce al licenciado tal su incondicional y decidido apoyo...” Los políticos siendo políticos, ninguna novedad. La solidaridad auténtica es la que no se anuncia, pero esos letreros, los rostros radiantes que lucen y las personas que los poseen -sin todos los filtros fotográficos, claro- no lo saben, o no lo entienden. O no lo creen. O lo saben y lo entienden, pero no les importa. Hay que sacar votos de debajo de las piedras, aunque estas sean de una casita derrumbada.

Y sí, llegaron los turistas, la razón y esperanza del esfuerzo para estar abiertos, familias leales con el destino de sus vacaciones de toda la vida; chilangos escapando del frío citadino confiando en las ganas y la resistencia que le conocen a los del puerto; y algunos pocos que se apuraron todo lo que pudieron a arreglar sus departamentos, al menos en lo esencial para poder pasar unos días todos juntos, sabiendo que no hay mejor lugar para pasar los festejos, para despedir a un año y recibir a otro.

Pude recorrer toda la Costera, atestiguando los daños y las luchas, mientras sonaba “...porque soy como el árbol talado, que retoño, aún tengo la vida...”

Las playas, allá por Caleta, atestadas. En un momento estuvimos a punto de quedar atrapados, como en el cuento “La carretera del sur”, de Cortázar- acá también era un domingo por la tarde-: los conductores, hartos del tráfico, o de saberse al lado de la playa y no en ella, a unos metros del mar y no dentro de él, apagaron la marcha de sus coches sobre el camino y despreocupados, cargando todo su tinglado, se encaminaron a abrirse un hueco en la arena entre la multitud, a lograr la hazaña de encontrar lugar para toda la familia donde parecía no caber una sola alma. A encontrar un espacio, aunque fuera en medio de escombros y lanchas destrozadas, apiladas unas sobre otras, pero que ofrecían -qué suerte- una sombrita para instalarse.

No deja de ser desconcertante la placidez de quienes flotan en llantitas con figuras marinas de colores brillantes, indiferentes a lanchas y yates que, a unos metros de ellos, a medio hundir, intentan mantenerse a flote como pueden, ladeados, inundados, disminuidos, vencidos. Un contraste a primera vista, tal vez a tercera; probablemente no a vigésima. La vida y las vacaciones y las sombrillas con mesitas y sillas siguen. Y, con todo y todo, tal vez ese mismo acto de intentar ignorar los retazos del drama, ver las cosas no a medio pique, sino a medio flote, sea lo que se necesita. Al menos para los que atienden, cocinan, sirven y reciben a ese turismo persistente, implica la reactivación de la economía familiar, que quedó toda paralizada de la noche a la mañana.

El mar, casi desierto, estremecedoramente vacío, está -inevitable notarlo- más transparente, azul y turquesa que nunca, luce colores que se suelen ver más bien en el Caribe. Como cada año, han llegado las ballenas con sus crías, buscando el agua cálida que, irónicamente, es la presunta culpable del desastre. Se pasean tranquilas, chapotean, sacan su cuerpo completo, caen en el mar rompiendo la quietud de la superficie, levantan agua, se sumergen, vuelven a salir a respirar.

En solitario, el yate Bonanza surca nuevamente la bellísima bahía cargado de pasajeros, sobreviviente único; el Aca Rey, su inseparable acompañante por años, yace medio destrozado en la profundidad.

El majestuoso buque escuela Cuauhtémoc, impecable, se salvó del monstruo despiadado por andar navegando en el Mediterráneo. Permanece anclado frente a su hogar, la base naval de Icacos, encendido cada noche, con nuestra bandera ondeando; a uno, que sabe lo que pasó, le parece que se pregunta que se hicieron todos los yates, los veleros, las barcas de pescadores que siempre lo rodeaban.

El sol nunca se dio por aludido y sigue ofreciendo, puntual, esos atardeceres en varios tonos de rojo a los parece que se acostumbraron mis ojos y cada tarde resulta que no.

Al final de las campanadas y las uvas, ante miles de miradas expectantes desde las playas de la niñez o el monte más alto que el horizonte, los tradicionales fuegos pirotécnicos iluminaron el cielo. Esta vez, para todos era claro, no estallaban de júbilo, sino de esperanza, como un payaso que disfraza la tristeza con una sonrisa pintarrajeada; como un loco bajito desconsolado, a quien se intenta distraer por un momento con un barquillo; como una máscara; pero no importa, quizá una alegría artificial es mejor que nada. Los que logramos estar ahí para cambiar de año brindábamos deseando enterrar ese año fatal, y recordaba otra frase del catalán: si te toca llorar, es mejor frente al mar.

Ahora vamos bajando la cuesta, que, al terminar estas vacaciones, acá en Acapulco se acabó la fiesta. De regreso al frío de la ciudad no dejo de pensar en los negocios que por ahora quedarán vacíos de clientes. Falta una barbaridad por restaurar, pero ya hay quienes han apostado por el rescate: confirmados para 2024 están el abierto de tenis, el torneo de pádel, el tianguis turístico, el Baby, la convención de banqueros y Luis Miguel. Si queremos recobrar el paraíso por ahora perdido, visitarlo -y seguido- es fundamental: nosotros somos esos clientes que hacen tanta falta.

“Lo importante no es lo que te ocurre, sino cómo afrontas lo que te ocurre.”

Que no se acostumbre el corazón a olvidar (este Sabina…)

Hagamos camino al andar.

(A propósito, posdata: felicidades por su cumpleaños ochenta a Joan Manuel Serrat, que siempre y en todas partes, está.)