OPINIÓN LETICIA GONZÁLEZ MONTES DE OCA

Peñafiel

Entre anécdotas y relatos entretenidos y fotografías que reflejaban la moda sesentera en la parafernalia palaciega, fui aprendiendo sobre la historia de España.

En aquel libro, un tal señor Peñafiel narraba de forma ligera y amena la historia de aquella familia “real”.
En aquel libro, un tal señor Peñafiel narraba de forma ligera y amena la historia de aquella familia “real”.Créditos: Especial
Escrito en OPINIÓN el

Audio relacionado

Su navegador no soporta la reproducción de audio por HTML 5
Opinión Leticia González Montes de Oca

Un periodista de 91 años escribe durante tres décadas en un periódico. Un día revela detalles medio privados, medio rumores y medio no, de una persona poderosa, alguien del palacio. Al poco tiempo la administración del medio de comunicación anuncia que lo tiene que excluir, “por temas presupuestales”. ¿Será?

Siempre que pasa algo parecido la pregunta frente a la versión oficial es esa: ¿será?

La tensión entre el comunicador, los límites que se impone, los que le imponen, y el poder han estado presentes siempre, lo siguen estando, acá y en todo el mundo.

Cursaba mis años universitarios la primera vez que pisé España, en octubre del año 92. Fue, también, la primera vez que estuve un poco cercana a personajes de una familia que formaba parte de la realeza. Eran los últimos días de la expo de Sevilla, donde había visto pasar al entonces Príncipe Felipe, con su comitiva: altísimo, sonriente, y guapo. La noche de la clausura estábamos todos reunidos en un ambiente de fiesta a ambos lados del río Guadalquivir. De pronto, se hicieron la obscuridad y el silencio. Un reflector alumbró a una figura allá en lo alto, y se escuchó una fuerte voz con acento españolísimo que aún retumba en mi interior: Atención… os habla Su Majestad, el Rey. Es todo lo que recuerdo de su discurso, suficiente para sentirme dentro de un cuento y al mismo tiempo pensar: esto no es ficción, esas palabras las está pronunciando un rey de verdad. Los reyes de verdad no existían para los que crecimos acá.

Unos años después, en un kiosco de la estación de tren madrileña, encontré un libro que me acompañó en el trayecto a Barcelona, intercalando su lectura con miradas al paisaje de molinos de viento y sorbos a una botella miniatura de vino tinto: “La historia de un matrimonio compuesto por los Reyes de España, pero, sobre todo, por un hombre y una mujer…”.

En aquel libro, un tal señor Peñafiel narraba de forma ligera y amena la historia de aquella familia “real” -con ambas connotaciones- que todos habíamos visto miles de veces en revistas en mesitas de salas de espera, al otro lado del mar.

La narración estaba salpicada, o más bien construida, a partir de situaciones. Contaba, por ejemplo, de cuando Felipe llegó llorando del colegio: habían invitado a todo el salón a un cumpleaños, excepto a él. La reina se olvidó por un momento de su corona para ser solo madre: discó el número telefónico de la casa del festejado para preguntar el motivo de la exclusión de su principito.

- Su Majestad, os ruego me disculpe… al no conocer el protocolo…pues… no he sabido cómo proceder…

- ¿Os parece bien, entonces, si mando a mi hijo ahora mismo para allá?

Imagino cómo seguirá contando la llamada y el suceso esa pobre mamá.

Así, entre anécdotas y relatos entretenidos y fotografías que reflejaban la moda sesentera en la parafernalia palaciega, fui aprendiendo sobre la historia de España. (Y de Grecia. Y de Inglaterra, y así.) En aquel tiempo no pensaba en democracias ni monarquías.

El libro quedó olvidado en el rincón de un librero, agazapado ante la paulatina llegada de sus paisanos Ruiz Zafón, Marías, Millás, Savater -recién despedido del diario del que fue fundador, El País-, Aramburu, Almudena Grandes, Rosa Montero, Julia Navarro. (Mientras tecleo me doy cuenta de que para mencionar a las autoras mujeres no me basta el apellido)

Hoy regresa el nombre de ese señor andaluz del periodismo rosa y autor del libro arrumbado, que cubría las giras del papa Paulo VI -el primero que salía del Vaticano a recorrer el mundo-, la guerra de Vietnam -entre otras-, y los acontecimientos sociales más importantes de todo el mundo: bodas reales, coronaciones, funerales, como los de Grace y Rainiero de Mónaco, o el de la princesa de Gales.

A sus noventa y un años, el tal señor Peñafiel ha sido despedido del periódico El Mundo, en el que publicaba una columna desde hacía casi treinta años, después de sus revelaciones sobre supuestos secretos -que van bastante más allá del cotilleo- en torno a la reina consorte de España (“…siempre pendiente de sí misma, de su sonrisa impostada”, escribe Manuel Vicent en su libro Desfile de ciervos). Si el periodista ha perdido el juicio o difamado, ha rebasado un límite o se ha pasado de una raya, la editorial bien podría argumentar falta de ética y profesionalismo; sin embargo, la versión oficial aduce un tema presupuestal: ha sido una mera casualidad, ya estaba prevista su salida hacía tiempo, que nadie vaya a pensar que hay alguien detrás que lo ha mandado silenciar. Que es casi igual a provocar: ¡A especular!

Como en este caso, frívolo o no tanto, “con información capaz de cambiar el rumbo de un país” según el propio Jaime Peñafiel, en torno a los comunicadores que empiezan a pisar fronteras audaces entre lo que no se revela y lo que sí, siempre ronda el temor de quienes ostentan el poder, a ese otro, el de la palabra y su libertad. Y cuando los informadores tienen temor, a su vez, a los nervios de los poderosos, algo está muy descompuesto.

Ronda, ahora y desde hace siglos, el fantasma de la censura. Aquí y allá.