OPINIÓN LETICIA GONZÁLEZ MONTES DE OCA

Tarzán

La imagen que guardaba de aquel huérfano criado por monos no tenía mucho que ver con ese señor canoso de ojos transparentes que nos quitaba el miedo.

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Tarzán

Yo tenía 5 años. Aprendía a nadar en un mundo feliz, en una alberca enorme rodeada de muros con olas dibujadas, donde se respiraba vapor de caldera y olor a cloro, y con un cristal a través del cual nos veían las mamás. Mi profesor me decía: yo fui Tarzán, ¿no me crees? Yo, con timidez y sin atinar qué decir, lo escudriñaba y sonreía. La imagen que guardaba de aquel huérfano criado por monos no tenía mucho que ver con ese señor canoso de ojos transparentes que nos quitaba el miedo al agua con una tabla de unicel, media llanta de caucho atada a la cintura, paciencia y buen modo.

Al final del curso me regaló una fotografía en blanco y negro en la que aparece en mitad de la selva un joven corpulento de pelo largo, con Chita besándole la cara sonriente y, en letra garabateada: “Un recuerdo de Damián Pizá cuando la hacía de Tarzán”. Fue mi primer autógrafo, el único que guardo.

Mi abuelo, nacido en el mismo año, allá en el 17, me decía: ¡Claro, yo sé quién es, es el mexicano que cruzó a nado el Canal de la Mancha, y no una, sino dos veces, un fuera de serie! Lo decía reviviendo un entusiasmo, como haciendo suya una partecita de la doble hazaña que emocionó al país entero en la década de los cincuenta.

“El gran orgullo nacional”, así lo menciona el recién despedido escritor acapulqueño de corazón José Agustín, en su libro Tragicomedia Mexicana 1.

“El conquistador del gran canal, recibido como un héroe”, bajo este encabezado publicaba el Excélsior la nota, en la que aparece posando con su familia.

Sí, era “fondista”, de bigotito, bien parecido, de niños lo veíamos nadar en el Deportivo Chapultepec, -me cuenta mi papá.

Muchos años después, en un barco de Dover a Calais, imaginé y admiré a mi antiguo profesor braceando quince horas seguidas, al lado de una balsa desde la que le arrojaban comida y agua -las reglas prohibían el contacto humano- y sin traje de neopreno en esas aguas heladas.

En estos días, recorriendo el Acapulco tradicional, hoy convaleciente, sigo el camino que lleva a lo más alto de un risco, cerca de La Quebrada, donde sigue en pie, aunque dañada, la barda color rosa mexicano del hotel Los Flamingos. Nos da la bienvenida un anciano amistoso de cuerpo frágil que habla y se mueve con la agilidad de un niño: ¿es su primera vez por acá? Pasen, pasen, aún no estamos al cien, pero ahí vamos, trabajando, la cosa no está fácil, pero “hay que aguantála”-como plasmaba el maestro Garibay la entonación y el espíritu invencible de estos costeños desde el inicio de los tiempos.

Nos cuentan que Johnny Weism??ller, seis veces medallista olímpico, modelo y actor, filmó aquí en el puerto su última película como Tarzán. Se enamoró tanto de la gente y del lugar, que compró el hotel junto con su pandilla hollywoodense para convertir el paraíso en sede de las mejores fiestas faranduleras. Yo veo en la mente mi foto autografiada y completo la información: y aquí fue donde tuvo como doble en escenas de nado y acción al mexicano Damián Pizá.

El hotel parece haberse detenido en el tiempo: la recepción conserva la cuadrícula de madera que se usaba para colocar las tablitas-llaveros de las habitaciones y los telegramas que recibían los huéspedes. Los muros hacen de galería de fotos antiguas enmarcadas de artistas de los años de oro: John Wayne, Cary Grant, Tyron Power, Dolores del Río. Y por supuesto, “Jane y Tarzán”.

En los pasillos permanecen esas sillas grandes de madera que se enterraban en la playa en mis tiempos de castillos de arena y que ya casi no se ven. El mobiliario es austero, el calor se mitiga con ventiladores y persianas por donde se cuela la brisa, no hacen falta lujos ni aire acondicionado.

En lo más alto, junto a la alberca testigo de incontables historias, hay una choza redonda con un pequeño letrero: Casa Tarzán. “Aquí se quedó a vivir el Johnny Weismüller, se la construyeron de esta forma porque aprendió en África que solo así no entran los espíritus. Murió acá hace unos cuarenta años, y algunas noches aún se oye su grito ese de cuando se golpeaba con los puños el pecho”. Y uno no sabe si reír o sentir escalofríos.

Desde la terraza, en un acantilado a 150 metros sobre el mar, tomamos un coco con ginebra esperando la puesta del sol, mientras un hombre grandote, de pantalón, zapatos y dientes blancos, camisa de flores y lentes negros -como su piel- toca al saxofón Cómo han pasado los años, y por un instante, regreso al mosaico azul pálido de aquella alberca de mi infancia: mis brazos estirados sobre la tabla, casi puedo oír el rechinar del unicel, sentir la llantita anudada, el apretón que le daban a uno para ajustarla, los ojos irritados de aquellas tardes de idas y vueltas, de dorso y crawl. Y el sonido con eco de alguien que se echaba al agua, o el del silbato al empezar o terminar un ejercicio. Me vuelvo a sentir parte de un grupo de niños tomados de la orilla pateando el agua para aprender a usar las piernas al nadar, con el ruido de las patadas sonando por encima de todo y el agua pateada salpicando a todos lados. Y respondo en silencio, a destiempo, señalándonos con el dedo índice: yo sí creer a usted, profesor.