La noche triste del jueves 19 de septiembre de 1985 atravesé la ciudad con mi mamá, desde el sur hasta el monumento a la Revolución. Llevábamos en la cajuela de su Malibú azul pálido una pala y un pico que teníamos arrumbados por ahí, para entregárselos a quien los pudiera usar, y tortas y agua para los voluntarios. Nuestra intención de ayuda estaba acompañada por la necesidad de ver de frente lo que llevábamos todo el día escuchando en la radio y tratando de imaginar, de atestiguar que la tragedia que habíamos oído narrada era real. Al encontrarnos cerca, mi mamá quiso constatar si era verdad lo que había oído en algún reporte atropellado, como eran las transmisiones ininterrumpidas de esos días: si se había derrumbado la escuela donde estudió, el Instituto Anglo Español de la calle Sadi Carnot. Y no, el colegio de las hijas del Verbo Encarnado seguía en pie, mostrando solo alguna barda dañada.
Para llegar al antiguo edificio tuvimos que atravesar una nube de polvo casi sólida, densa, iluminada por potentes reflectores. No sé cuántos hombres habría, cientos, todos en movimiento. Manos de desconocidos recibían con prisa nuestra pequeña donación, manos ásperas cubiertas de un polvo grueso hecho de tierra y restos de concreto, ladrillo, yeso y quién sabe cuántos materiales más. Manos que conmovían, daban ganas de apretarlas, limpiarlas, darles las gracias. El cuadro sombrío de grúas gigantes recortadas entre la niebla brillante, el ruido aturdidor de máquinas rompedoras de concreto, chalecos y cascos fosforescentes, pares y más pares de manos ávidas de ayudar en esa noche sin fin, lo recordaré siempre. A unas cuantas cuadras, el Hotel Regis convertido en escombros, se incendiaba.

La semana pasada se cumplieron 38 años de aquel terremoto que partió los edificios y la historia de mi ciudad. Para sentir de cerca la carga simbólica que tienen los lugares y que no se debe olvidar, me trasladé hasta el sitio icónico de aquel día fatal: la esquina de Avenida Juárez y Balderas, junto a la Alameda, donde reinó por siete décadas el Regis, que se anunciaba orgullosamente como “el hotel más seguro ante incendios y temblores” -una especie de Titanic mexicano con cimientos, anclado al suelo-, famoso por sus baños de vapor, donde cuentan que se tomaban decisiones clave de la política de la época.
Donde en 1952 nació el amor entre María Félix y Jorge Negrete, quienes salieron de ese mismo lugar para casarse, mientras, en otro piso, el Flaco de Oro, sentado al piano del cabaret Capri, cantaba “María Bonita”, y quizá su pensamiento lo traicionaba.
Donde cantaron Los Panchos, Pedro Vargas, José Alfredo, Edith Piaf y “La Faraona” -cantaora y bailaora flamenca- Lola Flores.
Que hospedó a Chaplin, Nixon, Gary Cooper, Anthony Quinn, y a Frank Sinatra y Ava Gardner, que, en su luna de miel, hicieron de la suite presidencial su alcoba nupcial.
El mismo donde, unos meses antes, cuando ese año todavía no se había vuelto trágico, el grupo Mecano había grabado el video de “Busco algo barato”, en el que salen del lujoso lobby para entrar a los almacenes Salinas y Rocha -que también desaparecerían tras el sismo-; Ana Torroja luciendo una camiseta alusiva al festival Live Aid con la leyenda STAY ALIVE IN 85. No puede dejar de dar escalofrío.
Es ahí también donde mi familia empezó a ser capitalina, cuando trabajaron y vivieron ahí mi bisabuelo y mi abuelo niño, recién llegados de Morelia, en los años veinte.
Ese espacio vacío hoy es la Plaza de la Solidaridad. En su centro, una escultura en bronce parece inspirada en aquellas manos polvosas que me quedaron grabadas: tres puños cerrados, uno sobre otro, sostienen juntos un asta, unidos, como lo fuimos en los días siguientes al temblor. Como no lo somos ahora.
En la base de la escultura, una hoja impresa para la ocasión: “En memoria de los 135 huéspedes del hotel Regis que aquí perdieron la vida”. Leo eso y recuerdo la foto con la marquesina rota, “otel”, y la H desprendida y destrozada.
Al lado, una fuente pintarrajeada con un reclamo ignorado que intenta gritar las tragedias de estos tiempos: VIVAS LAS QUEREMOS.
Mientras hacía un esfuerzo por imaginar todo lo que había pasado encima de donde caminaba, iba llegando gente y más gente. Brigadistas vestidos de verde montaban caballetes con fotos ampliadas del día más terrible de la ciudad. Me impactó una que parece una recreación del viejo juego de jalar la cuerda, solo que en esta no hay dos bandos: diez hombres tiran de un cable con todas sus fuerzas para intentar mover una loza y liberar a alguien. No hay juego.
Otra brigada con chalecos rojos colocaba una corona, un ramo, una veladora. Una más, de azul, colocaba cascos, guantes y herramientas de rescate en el piso, como memorial a los compañeros caídos en la labor noble de salvar vidas.
Estaban los “Topos”, con veteranos de más de 50 años arrimando el hombro, arriesgando su vida por la de otros; que han ayudado en desastres por todo el mundo, hace poco “a los hermanos de Turquía”.
Ahí estábamos todos nosotros, y yo pensaba que en el mismo día de otro año, a mis 16, no supe que tanto tiempo después iba a regresar a esa zona caída para siempre, a compartir con los demás que estaban ahí el recuerdo doloroso, el orgullo por los héroes anónimos de manos fraternas, con nuestra bandera a media asta, nuestro himno, el minuto de silencio. Que iba a estar en una mañana de simulacro evocando en ese parque imprevisto lo unidos que fuimos y podríamos ser, con las emociones a flor de piel, sobre una grieta en lo que fue ese hotel caído: en “el corazón”, decía su eslogan, “del México moderno”. México moderno que se cayó y desapareció.