Esa tarde la pila de mi celular estaba en rojo, no había tenido tiempo de ponerlo a cargar; pronto se haría de noche. Resignada a no tener batería en el teléfono salí, como he hecho todas las tardes durante estas vacaciones, a pasear a la Güera, mi perrita y compañera, quien brinca de emoción al ver la correa, lo que me motiva a no fallarle a pesar del calor intenso de Cancún.
Para “aprovechar el tiempo”, tanto aquí como en la Ciudad de México, suelo ponerme audífonos y escuchar algún podcast de mi interés. Podría decir que aprender o ganar algo ¿tiempo? es una obsesión para mí.
Sin una voz en la cabeza que guiara mi pensamiento o atención, sin un ritmo que me marcara el paso, comencé mi recorrido. Ignoro en qué momento me metieron o me metí hasta en la médula de los huesos, que el tiempo hay que aprovecharlo con algo productivo.
En mis caminatas o paseos en bicicleta matutinas, veo que 80 por ciento de las personas, al igual que yo, está conectado a los audífonos, al margen de lo que sucede a su alrededor. Lo curioso es que, a pesar de tener un solo sentido atrapado, el mundo entero desaparece o pasa a un tercer plano. Con los dispositivos el sonido al interior de nuestro cráneo es de tan buena calidad que dejamos de ver, saborear, sentir o conectarnos con el exterior. Nos acorazamos dentro de nuestra cápsula auditiva.
¡Cuántas cosas se pueden captar sin audífonos! De alguna manera ellos nos aíslan del mundo; su uso implica una actitud separatista, es una señal de rechazo a tener contacto con quienes están a nuestro alrededor, como si nuestro deseo fuera que los demás no existieran.
Recuerdo cuando antes intercambiábamos algunas palabras o teníamos una conversación con la persona junto a nosotros en un avión, camión o tren –aunque mi esposo seguramente diría ¡qué alivio no tener que convivir! y sé que hay muchas personas como él.
Se entiende que si bien, algunas veces, los audífonos son un refugio necesario, también son una fuga, una escapatoria del aquí y del ahora, que justificamos de mil maneras. Esos pequeños aparatos nos aíslan de las personas que más queremos, como la familia, que al vernos con audífonos se aleja. Así nos convertimos en un búnker inaccesible. Esa tarde me di cuenta de que, sin ellos, estuve más presente. Surgió un gusto que iba de adentro hacia afuera, desde el corazón. Volteé con conciencia a ver el cielo, noté las nubes que reflejaban una luz dorada, digna de fotografiar; vi las gaviotas que la atravesaban, sentí el aire en la cara y percibí el silencio, mi silencio, a pesar del rugir de los camiones que circulaban por la avenida.
De un lado, pude ver la Laguna Nichupté, bordeada por manglares por cuyos huecos apareció el reflejo del sol que se despedía. Y, del otro lado, grandes hoteles coronados por la luna casi llena. El día y la noche. El yin y el yang. Sonreí a las personas con las que me cruzaban y me devolvían la sonrisa.
Me percaté del espacio silencioso, del no sé qué de la naturaleza que nos integra a todos y nos muestra su grandeza y sabiduría. Al mismo tiempo, noté que ¡nadie veía esa grandeza!, tanto los conductores de los coches como los transeúntes eran indiferentes a ella. No los juzgo, la mayoría de las veces soy igual a ellos.
Al caminar con mayor apertura y receptividad, la Güera me volteó a ver como si no solo sintiera mi presencia física, sino una mejor comunicación conmigo. Diría que paseábamos juntas por primera vez en mucho tiempo. Que ella y yo y el cielo y el atardecer y los manglares compartíamos de veras esta dicha de ir juntos.