OPINIÓN LETICIA GONZÁLEZ MONTES DE OCA

Donde habita Sabina

El taxista me advirtió: en esta zona tenga cuidado con su bolsa. No pasa nada, estoy acostumbrada, pensé.

El músico y cantante Joaquín Sabina durante un concierto en A Coruña, dentro de la gira 'Contra todo pronóstico'.
El músico y cantante Joaquín Sabina durante un concierto en A Coruña, dentro de la gira "Contra todo pronóstico". Créditos: EFE.
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Colaboración Leticia González

En mi ruta madrileña por lugares con historias y personajes reales, pedí al taxi que me llevara a donde vive Joaquín Sabina: la calle de Relatores, esquina con Tirso de Molina. ¿Podría tener un mejor domicilio? No, aunque el anterior, el de su piso en la calle de Tabernillas, estaba como mandado a hacer para él en aquellos tiempos.

Quería ver el balcón desde el que aplaudía a los médicos en la pandemia y la vista que acompaña su café por las mañanas, con dos de azúcar y un croissant, y uno o dos o más cigarros, y seguro algún ataque de tos; quería imaginarlo ahí, asomado, pensando, viendo la ciudad u ocupado en no hacer nada.

Foto: Leticia González Montes de Oca.

Llegué a la zona bohemia de Antón Martín, “donde hay más bares que en todo Noruega”, dentro del barrio étnico de Lavapiés, con sus históricos cafés que alguna vez fueron punto de reunión de artistas, literatos y todo tipo de bohemios.

El taxista me advirtió: en esta zona tenga cuidado con su bolsa. No pasa nada, estoy acostumbrada, pensé. Después pensé bien y después pensé mejor y le pregunté si podría esperarme un minuto, solo era cosa de echar un vistazo a la plaza y tomar una foto. Pretextó que tenía prisa, pero me dijo que ahí no tendría problema en encontrar otro “libre”, como decía mi abuela.

La Plaza Tirso de Molina me daba la idea de un sitio señorial, por llevar el nombre de aquel fraile del Siglo de Oro, representante del teatro barroco y creador del personaje de Don Juan. Eso, de oídas: ya de vistas, pues no, nada más lejos de la realidad. En cuanto bajé del taxi sentí miedo -una sensación que no había tenido en ningún otro rincón de Madrid-. Ahí estaba la estatua en honor al religioso escritor, elevándose sobre un ambiente absolutamente decadente: inmigrantes vagabundeando, sentados, desperdigados, encorvados, con hambre; indigentes, unos dormidos, otros, como si lo estuvieran; otros lavando su ropa en la fuente tirsiana; adictos deambulando, moviéndose con esfuerzo; traficantes y consumidores de sustancias, con ese ambiente y esas sustancias impregnados en el aire.

Yo, que soy urbana, capitalina, y medio me sé mover, me sentí una persona ajena, una visitante frágil a la mitad de esa calle, y no quise sino subirme al primer taxi y alejarme; pero ya estaba ahí, era el destino de una expedición que había pensado desde hacía años; con miedo y todo, había que encontrar el número 22 y la ventana, esa ventana. Tuve suerte, el 22 estaba justo ahí, al lado de mí.  Subí la vista hasta su balcón del cuarto piso. Fue fácil imaginar, detrás de esa persiana, sus quince mil libros tapizando las paredes, sus primeras ediciones, sus siete gatos, el traje de purísima y oro -regalo de José Tomás-, sus juguetes antiguos, su caballo de carrusel, sus dibujos, su mesa de billar, el piano que no toca, sus guitarras y sus sombreros; y la pared con su colección de fotos, de todos -excepto de sus padres- y con todos: Almodóvar, Banderas, Vargas Llosa, el Gabo, Maradona, y por supuesto, Serrat. La imagen que yo habría buscado primero sería la de su abuelo: a quien más ha querido en la vida y a quien le dedicó la letra de Juana la Loca a modo de homenaje, antes de que el mundo estuviera listo para comprender de esos lances.

Y ahí, a nivel de calle, el bar de tapas, con la cortina abajo. Cerrado, no supe si por temprano, por domingo, o por verano.

Y a unos cuantos pasos, la estación de metro más antigua, la de la canción. “Tirso de Molina, Sol, Gran Vía, Tribunal, ¿dónde queda tu oficina para irte a buscar?”. Ahí donde, en excavaciones subterráneas, en 1920, fueron descubiertas 200 lápidas con inscripciones en latín, no vacías, habitadas: era el cementerio de los frailes del Convento de la Merced, del que formó parte el mismo Tirso de Molina allá en el siglo dieciséis. El ayuntamiento decidió dejar los restos ahí, emparedados tras los azulejos; desde entonces, cuentan los vecinos, viajan fantasmas en los vagones y se escuchan lamentos. No pude bajar la escalera para intentar oírlos, más por remodelación que por temor.

Me parecía demasiado arriesgado recorrer la plaza triangular. Tomé un par de fotografías panorámicas para verlas después con calma. Ahí aparece, detrás de basureros, cajas de cartón y botellas vacías, un negocio de ropa con el nombre en la marquesina: VISTEBIEN, así, sin espacio ni acento ni nada, de la época en que en la publicidad era hecha en casa: el letrero era todo, no se pensaba mucho en el nombre, la marca, el slogan estratégico o el posicionamiento, no se complicaban.

El azar que pinta la historia, los sucesos y las coincidencias, impertinente, a veces lo busca a uno para recordarle que está presente. Al día siguiente, como siempre, el diario no hablaba de mí, ni de Sabina, sino de lo sucedido en la Plaza Tirso de Molina: Concha, la dueña de VISTEBIEN desde hacía cuatro décadas, había sido apuñalada mortalmente tras su mostrador, en un asalto frustrado. El culpable cayó pronto y no era africano ni indocumentado, -aunque sí lo era el único testigo, quien en un español forzado comentaba, dolido, a la televisión: “lo vi salir corriendo, de saber lo que había hecho, habría ido tras de él; Conchi era nuestra amiga, nos permitía guarecernos cuando llovía”-. La cortina de acero permanece bajada, el local está cerrado por defunción, custodiado por flores y veladoras. Le sobrevive un sastre: su marido, y sus hijos: sus corazones sin duda, diría Joaquín, estarán cerrados por derribo.

Mi visita allá donde se cruzan los caminos, donde a ambiguas horas bajo las farolas se cruza el borracho con el madrugador, y edificios de lujo impecables conviven con colchones abandonados y sucios; donde, entre puestos de periódicos y de flores y columpios huérfanos de niños ocurren crímenes a plena luz del día, me queda como un viaje al sitio donde escribir las canciones más bonitas del mundo es un vicio, uno más, donde puedo comprender que a Joaquín, poeta urbano e involuntario cronista musical de la ciudad, lo degradante no le sea ajeno. Todo lo contrario.

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