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Ese lugar –no, esa palabra– es un referente de mi infancia. En mi casa frecuentemente se mencionaba Lagos de Moreno, pero no se decía completo, era simplemente Lagos: “los primos de Lagos”, “en un viaje a Lagos”, “viene un tío de Lagos”.
La Villa de Santa María de los Lagos era un pueblito campirano establecido sobre tierra lacustre, rodeado de lo que fueron haciendas productivas y hoy son hoteles boutique. Cambió su nombre en honor a Pedro Moreno, el insurgente que luchó por la libertad al lado de Miguel Hidalgo, ahora Padre de la Patria, en ese entonces párroco de Dolores e invitado de honor frecuente en las fiestas del pueblo. Hay quien asegura que la Guerra de Independencia iba a iniciar en Lagos, pero todo se apresuró al saberse descubiertos los conspiradores. Los restos de ambos héroes están resguardados en la Columna de la Independencia.
Conocí Lagos en mi adolescencia, junto con un montón de primas de mi edad que me recibieron como si hubiera formado parte del grupo toda la vida, con quienes paseaba al anochecer en el “jardín”, como le llamaban a la plaza central, lo que para mí era un zocalito, mientras oía una y otra vez: ¡hola, pariente! Casi todos eran familia, todos se conocían, y todo transcurría en cordialidad y armonía.
Mis hermanos menores pasaron vacaciones en haciendas sin electricidad, donde se alumbraba con lámparas de aceite. Por las noches, bajo un árbol gigante se reunía la chamacada a jugar con un trozo de madera de pirul empapado en gasolina y encendido en llamas, una bola de fuego que no quemaba si se lanzaba con rapidez de unas manos a otras. Los primos del lugar se divertían viendo la fascinación en los ojos de los primos de la ciudad mientras la flama volaba con un sonido feroz al quemar el aire e iluminaba por un momento las caras a las que se acercaba en su trayecto. Años después mis hermanos recordarían esas noches y ese juego al escuchar cantar “pobre leña de pirul que no sirves ni pa' arder”, y sabrían que nadie en el lugar podría entender esa frase así, tan de primera mano.
Contaban consejas sobre un personaje curioso, don Diego Romero, “El Alcalde de Lagos” a quien se le achacan situaciones entre disparatadas y absurdas, pero que terminaban teniendo una explicación. Como la del letrero al lado del puente que cruzaba el río, advirtiendo: “este puente se hizo en Lagos y se pasa por arriba”. La aparente obviedad aludía a quienes, en tiempos de sequía, atravesaban con su ganado por el cauce, para evitar pagar la cuota de peaje. O cuando el dueño de un negocio escribió en la fachada: “Panadería de Pan” y don Diego, enojado, quiso multarlo, suponiendo que se burlaban de su orden de que todos los negocios anunciaran su especialidad y el nombre del dueño... solo para acudir al lugar y constatar que el letrero continuaba al doblar la pared, en una esquina, para completar “Panadería de Pantaleón”.
Alguien escribió alguna vez que estas historias hacían quedar mal a la gente de Lagos; a mí, al contrario, siempre me pareció que se referían a un pueblo de gente entretenida y con una especial facilidad para reírse de lo absurdo.
Me conmoví cuando supe que ahí, al morir algún viejo habitante del lugar que fuera querido, el pueblo entero caminaba en procesión por las calles, tras el ataúd, entre cantos y rezos, acompañándolo hasta el panteón municipal.
Cuando comentaba acá, en la capital, algo sobre aquel lugar, era usual que lo confundieran: ah, sí, es donde hay una Virgen. No, había que aclarar, ese es San Juan de los Lagos. Lo que sí hay en Lagos, aunque poca gente lo sepa, son las reliquias de un santo de verdad: San Hermión, un soldado romano martirizado por su fe. Sus restos pasaron de las catacumbas romanas a la parroquia de Santa María de los Lagos hace dos siglos. Hay quien disfruta asegurar que en un principio los enviaron al único Lagos que existía en ese entonces para muchos europeos, en Nigeria, y después de muchas vueltas finalmente llegaron a donde hoy reposan.
Recuerdo que cuando estaba en Lagos despertaba con las campanadas de la iglesia en habitaciones con bóvedas catalanas, y que al abrir los ojos veía un cielo de un azul que no existía en mi ciudad. Mis tíos eran madrugadores, trabajadores, dedicados a la agricultura, la ganadería y sus exigencias que, pronto me di cuenta, no dan tregua: los animales también comen en fin de semana, decían. Mis tías eran incansables amas de casa, de lo más trabajadoras y de lo más hospitalarias, fáciles para dar cariño y comida. Mis primos estudiaban fuera: en Guadalajara, en Aguascalientes, en León, y los fines de semana regresaban a casa por carretera, manejando a la hora que fuera, sin problema.
A las ferias de la región nadie faltaba: entre charreadas y palenques con gallos y artistas, los riesgos a los que se enfrentaba un muchacho de un pueblo vecino que estuviera de visita por lo general no pasaban de cortejar a una bonita laguense y encelar a los lugareños, quienes podían adoptar la misión de defender a sus muchachas –aun a pesar de ellas– y no detenerse hasta hacer desistir al invasor.
Hoy, ahí, cerca de donde 3 estados hacen esquina, grupos del crimen organizado se pelean a muerte la plaza por ser un punto estratégico para el comercio prohibido, que siempre trae consigo su mundo maldito.
Hoy todos saben de Lagos de Moreno; por primera vez en mi vida veo escrito por todos lados su nombre.
No por ser la segunda ciudad más importante del estado, ni por ser Pueblo Mágico. No por su teatro Rosas Moreno, joya por fuera y por dentro. No por su historia. No por su gente.
Lagos, ese Lagos, mi Lagos, por hoy es la capital del mayor de los dolores que puede haber: el más inhumano, el más descarnado... el más cruel.
Hoy el Calvario en Lagos no es el templo en lo alto que lleva ese nombre, sino el que están viviendo unos papás, que muchos no podemos siquiera intentar imaginar.
Hoy las procesiones por las calles empedradas, si logran sobreponerse al horror, acompañarán indignadas, destrozadas, desoladas, a cinco ataúdes que llevarán dentro, cada uno, una vida salvajemente, absurdamente, bestialmente truncada.
Hoy los gritos y las voces exigiendo justicia entre las calles, debajo de los balcones y a través de las plazas, se quedarán sin aliento, se perderán en el aire, desaparecerán en el viento antes de ser escuchadas.
Hoy a las cifras frías y ajenas al dolor se sumarán, como cada día, como cada hora, como todo el tiempo, los números detrás de los que no se alcanzarán a ver esas cinco familias mutiladas, apagadas, que quedarán reducidas a solo una fracción adicional a las cientos de miles que fueron anotadas antes.
Hoy en mi Lagos, en mi patria, el fuego ya no es juego: es una brasa ardiente. Es una llama que sí quema y está fuera de control.
Hoy mi país sitiado, indefenso, raptado, respira poco. Apenas respira. Respira miedo.