Audio relacionado
Vivíamos cerca del Periférico, a la altura del Estadio Azteca. Para mí es como si esa mole construida para el Mundial México 70 hubiera estado desde siempre ahí: formaba parte de mi panorama urbano de todos los días y de algunas noches en que brillaba con su resplandor, anunciando que había juego. Lo conocí de niña, con mi abuelo, por quien adopté como propio al equipo de casa. Pero nada igual que cuando regresé en el año 86 con motivo del segundo Mundial: nada como la emoción de entrar apretujados, de distinguir entre la multitud el acceso final, ese pequeño cuadro color verde-pasto-de-cancha que se iba agrandando mientras uno se acercaba hasta revelar todo: el campo, las gradas llenándose poco a poco, las banderas, los miles de colores, el cielo, que se veía de otro color desde ahí adentro; y tú, sintiéndote parte de todo eso. Nunca supe si los accesos fueron diseñados con el objetivo genial de crear ese efecto.
El Periférico: esa vía rápida donde a veces mi mamá viraba para tomar un trébol y detener el coche en un puente, desde el que admiráramos los volcanes nevados y, a sus pies, el nacimiento del valle. Que teminaba en el canal de Cuemanco -donde en mi año se construyeron contrarreloj los carriles para las competencias de canotaje-, y que estaba salpicada de esculturas de concreto colado de artistas de distintos países para conformar la Ruta de la Amistad, y así intentar acompañar con un toque cultural y de arte moderno a esos Juegos Olímpicos, los del logotipo inspirado en motivos huicholes que muchos traemos tatuado en la memoria, y que, de ser moderno en ese entonces, hoy se ha vuelto un ícono de otra época. ¡Cómo nos hacemos retro junto con los símbolos de nuestros tiempos!
Hoy estas piezas de arte urbano siguen ahí, pero medio se han perdido entre los muchos edificios que no existían cuando nacieron -nacimos- y entre mil vericuetos de asfalto. Si cierro los ojos aún las veo: una torre altísima de vigas amarillas que parecían papas francesas, colaboración austro-estadunidense; y mi favorita, la nuestra, la anfitriona: un par de lo que me parecían unas enormes resbaladillas, una negra y otra blanca, que estuvo en la glorieta de San Jerónimo por años y que hoy sé que hacía alusión a que se trataba de las primeras olimpiadas en que los países africanos participaban en conjunto, creación de la artista mexicana Ángela Gurría, primera mujer en ingresar en la Academia de las Artes, quien murió recién. Esa ruta fue escenario de un baile setentero especial y espacial: Space Girl, protagonizado por “el cuerpo” espectacular de Raquel Welch, quien también se fue hace poco.
No existía Perisur, ni TV Azteca; inimaginable que ahí habría Mc Donalds; ni estaba, por supuesto el segundo piso. Pero sí Televisa, con su logo simulando el ojo humano atravesado por franjas a modo de persianas, representando el mundo visto a través de una pantalla; debajo, los números brillantes de su reloj de focos rojos.
En ese Periférico estaba también mi colegio, culpable por las mañanas y mediodías de los primeros embotellamientos de la zona. Por unos programas de intercambio, recibíamos algunos veranos a niños extranjeros. Durante esas semanas nos sentíamos más mexicanos: les mostrábamos nuestros tesoros con un orgullo recién estrenado y sorprendente (para nosotros), en un tour que empezaba con el Museo de Antropología, que daba la bienvenida con el sonido de la lluvia simulada que cae desde una especie de paraguas gigante, imponente: una obra de arte más que una fuente.
Otra visita obligada era llevarlos a ver a la Guadalupana. Recuerdo haber visto en televisión el solemne y emotivo traslado del ayate de Juan Diego, narrado por la voz entrecortada de Paco Malgesto: el templo donde había permanecido 267 años padecía hundimiento y amontonamientos, debía hacer mudanza, como un capitalino más, a su nueva morada, que lo esperaba ahí, enseguida: la basílica de techo color turquesa a modo de manto protector. Al interior, daba (y da) emoción cuando se ve la Virgen de cerquita, como la ven 20 millones de peregrinos año con año.
Estudié en la Universidad Iberoamericana, estrené el campus Santa Fe -que se construyó después de que un sismo derrumbó las instalaciones anteriores- en el invierno del 88, cuando lo único que se oía de ese lugar era que quedaba muy, muy lejos, y era tierra de nadie, o si de alguien, de pandilleros. Y que olía a basurero. Años entrañables fueron esos.
Conocí España con motivo de visitar la Expo Mundial Sevilla 92. De nuevo el orgullo mexicano me invadió al ver nuestro pabellón: una par de letras equis monumentales de piedra blanca cruzaban el aire, quizá una forma contundente de dejar en claro que México es el único país que lleva la “x” en la mitad de su nombre. Dentro de ese pabellón presumíamos con honra nuestra historia, nuestras raíces precolombinas.
Hice mi servicio social en la torre de Relaciones Exteriores, en Tlatelolco, esa que sigue en pie y que ha visto caer trágicamente a estudiantes, soldados, libertades y edificios.
Mi primer trabajo fue en la rectoría de UAM -esa universidad que proponía un modelo en el que pagara quien tuviera posibilidad y los profesores pudieran combinar la docencia con la tarea de investigar-. En ese tiempo, con la mente en otras cosas, no puse la debida atención en quién había sido el fundador y primer rector.
Otro empleo fue en la Colonia del Valle, muy cerca de la Torre de Mexicana -la extinta y no aerolínea-, que llamaban “la licuadora” por su forma ensanchada, que en ese entonces era el tercer rascacielos más alto de la ciudad, en Xola, cuando aún era calle y no eje vial.
Tiempo después trabajé en el Palacio Legislativo de San Lázaro, sin saber que su estructura estaba inspirada en la ciudad maya de Uxmal. Eso fue en los años en que podía manejar de regreso a mi casa sin miedo a la hora que los diputados terminaran de sesionar, así fueran las tres de la mañana.
Basta con asistir una vez para saber que no hay mejor plan que ir al Auditorio Nacional: mi primer concierto ahí fue de Emmanuel: salimos cantando ‘Toda la vida’ entre los coches atrapados en el tráfico de Reforma, aún con un golpe de adrenalina. Ya después vendrían Luis Miguel, Serrat y, por supuesto, Sabina. ¿Quién no ha estado en ese galerón coreado a todo pulmón y repasando mentalmente la historia particular de su corazón?
Estos recuerdos afloran ahora que las redes anuncian la apertura de la casa museo del arquitecto Pedro Ramírez Vázquez. Y es que con motivo de eso y hasta ahora, hago conciencia de cuánto su obra ha sido el escenario de fondo de los momentos de mi vida y la de tantos. Ese nombre sin rostro se grabó en mi memoria infantil mientras jugaba tumbada en el tapete de la sala: “lo va a hacer Ramírez Vázquez”, le oí decir a los adultos algunas veces, las suficientes para entender que no se hablaba de cualquier Ramírez o cualquier Vázquez. Sus dos apellidos dichos de corrido, como si fueran uno solo, hacían pensar en un viejo conocido del que se hablaba con respeto, con un tono que hacía parecer una obviedad que él era quien tenía la capacidad para realizar los más grandes proyectos.
Es hasta ahora cuando veo, delante del nombre, un rostro, el de un alumno de Pellicer allá en San Ildefonso; el del hijo de un librero de viejo que hizo de su nombre y apellidos una insignia. Que logró cambiar el orden del nombre suyo y el de sus obras: de “él es Pedro Ramírez Vázquez y construyó esta obra” a “esta obra fue construida por Pedro Ramírez Vázquez”.
Para eso no basta ser buen arquitecto, se necesita ser un creador; un creador estratega y visionario, un visionario humanista y honesto, comprometido, patriota, solo así se llega a ser respetado por estudiantes, empresarios y presidentes; solo así se llega a ser parte de esa estirpe que son los hombres de una pieza; siempre haciendo equipo, sumando talentos, apoyándose, como decía él, en “las mejores manos derechas”. Qué estilo francés ni qué nada, eso que lo hiciera el resto del mundo; él sabía que con lo creado por nuestra cultura sobra y basta para inspirar sin límite.
Es hoy cuando le valoro haber construido espacios en los que nos hemos, a nuestra vez, construido nosotros; cuando entiendo su genialidad para habernos reflejado como lo que somos: cruce de caminos, fusión de civilizaciones antiguas con modernidad; para proyectar, con sus conceptos y creatividad, en ladrillos -y antes en papel- nuestra identidad.
Lo sentiré aún más cercano al conocer y estar en el sitio donde pensaba y se inspiraba; la silla y el escritorio donde trazaba y bocetaba; los planos y maquetas de lo que me resulta familiar y lo que no tanto, como sus escuelas rurales y proyectos internacionales; la memorabilia de aquellas olimpiadas: vestuario, carteles, medallas; réplicas de esculturas, recuerdos, fotos, su biblioteca completa.
Hoy, que el DF ya no existe y la ciudad se sigue construyendo al lado y encima de la ciudad que fue, que ha pasado una década desde su partida el mero día de su cumpleaños 94, sus recintos siguen como su creador los quería: vivos y funcionando, es decir, sirviendo de escenario para tantas vidas.