OPINIÓN LETICIA GONZÁLEZ MONTES DE OCA

Premios y castigos

Las medallas de mérito antes se daban por ganarlas; luego por intentarlo; después por existir, y ahora por nada.

Cómo han pasado los años, cómo cambiaron las cosas. Hoy se habla de propuestas académicas innovadoras.
Cómo han pasado los años, cómo cambiaron las cosas. Hoy se habla de propuestas académicas innovadoras.Créditos: Especial
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Premios y Castigos / Leticia González

Mi abuelo nos contaba que en su niñez la “seño” imponía disciplina a los alumnos valiéndose de una vara de membrillo, método que hoy espanta al más severo entre los severos -al igual que los reglazos en los dedos o los jalones de orejas, patillas y pelo; o cargar libros al rayo del sol, o pasar al frente del salón para hincarse sobre un par de corcholatas-.

Se cuenta también que, en la tarima en que estaba el escritorio del profesor, paraban al chamaco mal portado de espaldas al salón para avergonzarlo con un cucurucho de cartulina a modo de gorro, o esas orejas de burro que yo solo recuerdo sobre la cabeza de Daniel el Travieso o de Pinocho, antes de que le saliera rabo y su voz se convirtiera en rebuzno, por ignorar a Pepe Grillo y desviarse del buen camino.

Mi madre, egresada de colegio de monjas, narra que en los muy aislados casos de las niñas que no obedecían, el castigo consistía en mandarlas a pararse junto a la oscura y fría covacha de trebejos localizada al final del patio. En el imaginario de las alumnas ahí había ratas, y espantaban; aunque no entraban, el mero acto de estar a un lado, inmóviles, las aterrorizaba.

En cambio, las que se esmeraban en su buen comportamiento, ayudaban a lo que hiciera falta o terminaban su trabajo antes que las demás, tenían el privilegio de poder ir un ratito a la capilla a rezar. El premio en realidad era, supongo, el orgullo de cualquier niño que es reconocido en público.

Conservo sus medallas de bronce, premios que se entregaban al final del curso: mérito a la puntualidad, a la excelencia, a la virtud, -sea lo que eso quiera decir-; con grabados delineando globos terráqueos, libros abiertos, laureles. Tesoros que motivaban a esforzarse más.

Me cuenta que había que ponerse de pie cuando entraba al salón la maestra, y también si en el patio pasaba frente a ellas una religiosa, como señal de respeto, que hacían con naturalidad.

Mi padre me cuenta que en su colegio el castigo consistía en el clásico, efectivo y humillante acto de ser sacado de la clase, que empeoraba si era con destino a la prefectura. La sanción se reflejaba en la boleta de calificaciones que debía regresar -previa reprimenda- firmada por los padres. No recuerda que hubiera nada terrible, si acaso, volaba algún gis o borrador en clase, sin mayor alarde. Siendo de una generación que todavía vivió mucho de eso de cerca, creo que tuvo suerte de estar en una escuela bastante civilizada, en que los profesores y jesuitas generaban más admiración y afecto, que terror.

No creo que en mis primeros años de escuela haya habido castigos; sí recuerdo bien las estrellas pegadas con saliva en la frente, y esa incomparable sensación de orgullo.

Más adelante, nos amonestaban con los temidos reportes: blanco por falta leve, verde por algo grave.

En mi generación existía una clasificación burda y básica del profesorado:

“Barcos”: los bonachones que procuraban que la pasáramos bien y que, sin mayores obstáculos, pasáramos de año. Si queríamos aprender, qué bueno; y si no, allá nosotros y nuestra ignorancia. Anotaban con el corazón, ahí donde debería aparecer un número en rojo, un mediocre seis.

“Perros”: los exigentes, que se tomaban muy en serio su responsabilidad para que aprendiéramos su materia a como diera lugar, nos gustara o no, nos lo hubieran explicado con detalle, o no. Los que nos cargaban la mano con los deberes y desvelos antes del examen, algunos porque nos sabían capaces; otros, porque ese era su estilo. No les temblaba la mano para reprobarnos en algún examen o en la calificación de un mes; o, si lo ameritaba, para hacer que algún alumno repitiera todo un año escolar por medio punto no obsequiado, inmunes a argumentos, historias dramáticas, súplicas y llantos.

Nos tocaron profesores de todo tipo; por suerte, algunos de los que, por más años que pasen, no olvidaremos su nombre, su cara, su timbre de voz, sus manías al frente del salón, sus costumbres frente al pizarrón, sus historias, sus consejos. Y entre todos ellos, los buenos, los no tan buenos y los nada buenos, nos forjamos.

Años después, en la guardería de mi hija, si los niños cometían una falta los sentaban a pensar: tal como se oye, a pensar: en la pose de la escultura de Rodin debían reflexionar sobre su conducta, aun si eran bebés de pañal.  Que ocuparan ese tiempo en jugar con sus deditos, concentrarse en la pared o dormitar importaba poco, era una forma de enseñarles que lo que habían hecho estaba mal.

En su siguiente etapa, las faltas se castigaban con notas reprobadas y expulsiones, incluso por faltas que pueden parecer menores pero que, si se pasan por alto, el tiempo convierte en mayores. Y las mamás -no todas, pero sí varias- comenzaron a presentarse en la escuela para inconformarse por casi todo, y a armar escándalo y a estrenar lo que terminaría siendo toda una tradición, la de hacer mitote en los grupos de Whatsapp.

Se oían cada vez más voces de maestros alertando sobre la pesadilla que venía: después de siglos, los papás dejaban de ser aliados en la formación de los niños, ahora eran algo así como sus abogados, o cómplices, o encubridores, y casi enemigos de los profesores. Exigían buenas calificaciones para sus hijos, pero no a ellos; y no por buenos estudiantes, sino por ser sus hijos; ochos, nueves y dieces, lo merecieran o no, y mientras tanto, que ni se les ocurriera levantarles la voz, lo merecieran o no; ni dejarles mucha tarea, fuera formativo o no. Y la postura del colegio no siempre era de apoyo: a los padres, es decir, al cliente, lo que pida.

Cómo han pasado los años, cómo cambiaron las cosas. Hoy se habla de propuestas académicas innovadoras, de los derechos de los niños, la crianza positiva, adiós a los estereotipos, límites no punitivos; teorías sobre la mejor forma de educar, sobran.

Hace mucho que no hay reglazos ni orejas de burro que violenten o humillen, qué bien; ni estrellas en la frente ni medallas que evidencien a quienes no las ganan, qué mal. Las medallas de mérito antes se daban por ganarlas; luego por intentarlo; después por existir, y ahora por nada. Mucho ha quedado atrás, y dentro de las pérdidas colaterales, la importancia del logro y el valor fundamental del respeto.

El maestro, por el simple hecho de serlo, de dedicar su vida al compromiso de estar al frente de un grupo de veinte, treinta o cuarenta niños, es digno de un respeto particular. Su cargo le otorga la autoridad, más allá del mérito personal.

Circula la noticia y el video de unos padres que se presentaron a un jardín de niños a ajustar cuentas con una maestra: la madre le propina una golpiza, y el padre, empistolado, la obliga a arrodillarse para pedirle perdón a su pequeño hijo. El niño de 3 años, según los periódicos, la señala y ríe. Uno que otro noticiero cayó en el error de querer averiguar si en realidad había habido algún empujón o apretón por parte de la escuela; el resto, noticieros, portales y espectadores, entendimos pronto que nada justificaba esta reacción.

También comprendemos que este hecho, grave como lo es, es un signo de algo más grave y preocupante: es la rúbrica de un tiempo en el que lo que algún día fue impensable hoy es una terrible realidad.