OPINIÓN HÉCTOR ZAGAL

Entre la guillotina y la sumisión

Por fortuna, hoy vivimos una época de pluralismo y de civilidad, de diálogos, donde la diversidad de proyectos políticos convive de una manera armónica, y donde nadie en el mundo se atreve a proponer un pensamiento único en política.

La guillotina en la Revolución Francesa
La guillotina en la Revolución FrancesaCréditos: BULLOZ /RMN-GRAND PALAIS
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“Era el mejor de los tiempos y era el peor de los tiempos; la edad de la sabiduría y también de la locura; la época de las creencias y de la incredulidad; la era de la luz y de las tinieblas; la primavera de la esperanza y el invierno de la desesperación. Todo lo poseíamos, pero nada teníamos; íbamos directamente al cielo y nos extraviábamos en el camino opuesto. En una palabra, aquella época era tan parecida a la actual, que nuestras más notables autoridades insisten en que, tanto en lo que se refiere al bien como al mal, sólo es aceptable la comparación en grado superlativo.”

Así comienza “Historia de dos ciudades” (1859), novela de Dickens, que tiene lugar durante la revolución francesa. Palabras fuertes: “era el mejor de los tiempos y era el peor de los tiempos (…) época tan aparecida a la actual”:

La desigualdad y la injusticia fueron los detonantes del detonante dicho movimiento. Pero la revolución no fue sólo un motín, una revuelta. Fue una revolución en toda forma y este se debió, en buena medida, a que los ideales ilustrados habían penetrado las casas de muchos burgueses e, incluso, los palacios de muchos aristócratas. ¡Cómo olvidar a Madame Pompadour, amante de Luis XV, retratada al lado de la Enciclopedia? ¿Imaginaba la mujer que esos libros le costarían la cabeza Luis XVI y a multitud de nobles franceses?  

La idea que todos somos iguales y gozamos de los mismos derechos encendió los reclamos de aquellos inconformes y marginados que no toleraban los privilegios de la aristocracia y el alto clero

Durante el Antiguo Régimen, la población francesa estaba dividida en tres estamentos sociales: el Primer Estado, los nobles; el Segundo Estado, el clero y, finalmente el Tercer Estado, los burgueses y campesinos, que eran los que pagaban impuestos y mantenían a la opulenta corte de Versalles. A pesar de que más del noventa por ciento de la población formaba parte del Tercer Estado, la aristocracia y el clero tenían mayor influencia en las políticas del reino y no pagaban impuestos. 

Con el estallido de la revolución en 1789, se buscó escribir una constitución política que eliminara privilegios y diera mayores garantías a los ciudadanos. Uno de los grandes representantes y líderes de este movimiento fue Maximilien Robespierre, quien había quedado huérfano de niño y gracias a su esfuerzo, logró ganarse una beca para formarse como abogado. Robespierre era conocido como “el incorruptible”, por su talante moral y porque, en un principio, se oponía a la pena de muerte. Pero pronto cambiaría de opinión.

La revolución erradicó los privilegios del Antiguo Régimen, pero el fundado miedo a amenazas extranjeras y posibles levantamientos internos contra la República dio paso la era del Terror. En 1793, apoyado por amplios sectores populares, Robespierre dio un golpe de Estado y se deshizo de sus enemigos políticos, la mayoría de ellos moderados. La Revolución estaba en peligro, advirtió Robespierre, y se formaron Comités de Salvación Pública para exterminar a los enemigos de la revolución “El gobierno revolucionario debe a los buenos ciudadanos toda la protección nacional; a los enemigos del pueblo no les debe sino la muerte”, sentenció el poderosos Robespierre.

Se creó, además, el Tribunal Revolucionario, el cual perseguía y enjuiciaba a todos los que se opusieran a la insurrección. La época del Terror había comenzado. Disentir de Robespierre equivalía a perder la cabeza en la guillotina.

Para comprobar quien no se era enemigo de la Revolución, en septiembre de 1792, se estableció la Carta Cívica, o el Certificado de Civismo. Éste se obtenía una vez que se demostraba un amor a la patria y a las leyes, lo que era igual a aceptar todas sus ideas sin reserva alguno. En un principio, los certificados sólo servían para disipar sospechas, pero con el tiempo fueron imprescindibles en la vida diaria. El certificado era necesario para ejercer profesiones como notario, abogado, juez, maestro, entre otras. Los funcionarios y militares no podían ser promovidos si no contaban con el documento Se les exigieron especialmente a los pensionistas. En París cada ciudadano debía tenerlo para evitar detenciones de las autoridades.

También existió una policía del pensamiento. Cientos de comités revolucionarios se colocaron a lo largo de toda Francia y se les facultó para arrestar a quienes considerasen posibles contrarrevolucionarios. En los periódicos de Marat, donde antes se denunciaban las extravagantes fiestas de los reyes, ahora se publicaban listas llenas de supuestos traidores. Los revolucionarios radicales no soportaban ideas ni pensamientos distintos a los suyos. Por si fuese poco, la ley era ambigua. La presunción de inocencia se fue al caño.

Alrededor de 40 mil personas fueron guillotinadas. Finalmente, fueron tales los excesos de Robespierre, que sus compañeros, temeros de que Incorruptible los mandara a la guillotina, se sublevaron contra él. Robespierre murió en la guillotina.

Por fortuna, hoy vivimos una época de pluralismo y de civilidad, de diálogos, donde la diversidad de proyectos políticos convive de una manera armónica, y donde nadie en el mundo se atreve a proponer un pensamiento único en política. Nadie pide certificados de civilidad, la presunción de inocencia es la regla de todos los gobiernos y nadie condena a la guillotina a los disidentes políticos. Robespierre es una figura del pasado.

Sapere aude! ¡Atrévete a saber!