Me cuesta trabajo comprender el arte contemporáneo. Me declaro ignorante al respecto. Algunas obras dentro de esta categoría no me dicen nada, otras siento que son producto de la mercadotecnia y, sin embargo, nunca deja de sorprenderme.
En el centro de sala de exhibición, en una gran pared blanca, se encontraba como pieza única un saco negro de hombre colgado a la altura real de una persona, con la horma de alguien invisible, vuelto hacia la pared como si estuviera castigado. A la altura de la nuca se asomaba un pedazo del cuello de la camisa blanca, como es usual ver en cualquier ejecutivo. No había maniquí ni pantalón, sólo el saco de espaldas al espectador.
“Qué jalada es ésta”, pensé a primera vista. Me acerqué a la pieza con actitud suspicaz y noté que en el lugar en donde se ubicarían los omóplatos había un cuadrado de metal oscuro, de 30 cm por lado y tenía cerca de 20 cm de profundidad, a la manera de una ventana. Me asomé con curiosidad a través de ella: ¡qué sorpresa me llevé! Era un mundo aparte. Se podía ver y escuchar una cascada que caía constante sobre piedras de diversos tamaños, con hojas secas, musgo y varas entrelazadas, tal como en una selva. El espacio que ocupaba la instalación al interior del saco era más grande que lo que la ventana mostraba.
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Busqué la placa museográfica, para que, como a una niña, me explicara el significado. Lo único que decía era: Cascada, Robert Gober, 2015-2016. No había mayor aclaración. Me quedé observándola un buen rato, mientras mi mente escaneaba opciones. Imagino que ése es el propósito del artista: provocar la necesidad de interpretar. Y lo logró.
Desde mi escaso conocimiento, considero que una “obra de arte” es cualquier expresión que provoca que algo dentro de nosotros se mueva. En este caso así fue. La obra me causó un cuestionamiento que, a su vez, me impulsó a llevar a cabo una búsqueda.
“Así debe ser el alma de las personas, como esa cascada de sonido dulce”, pensé. El alma se esconde detrás de algo tan severo como un saco negro, símbolo de la vida urbana acelerada que marca una división con la naturaleza, que a veces sentimos tan alejada. Quizá sólo el dolor o el arte sean capaces de abrir en nosotros la ventana que atraviesa el cuerpo para llegar a tocar nuestro ser más profundo.
Me pregunté si la composición era una forma de expresar la diferencia entre el interior y el exterior. Entre el ser y el hacer, la paz y el estrés, el yo externo y el yo interno, lo invisible y lo visible. O, entre lo que cambia y lo que no, entre la conciencia y la persona física, entre lo que envejece y lo que no lo hace.
Supongo que no hay una respuesta única a esas preguntas. Cada espectador ve lo que necesita, quiere o elige, de acuerdo con su propia historia. Comenté lo anterior con Ricardo Chávez, mi amigo y maestro, y me gustó mucho lo que me respondió: “El arte nació para salvar a las personas, extrae lo mejor de cada una.
A veces nadie ve, saborea o escucha lo que con tus manos creaste, pero el solo hecho de hacerlo es lo que te cura. Cuando nos duele alguna parte del cuerpo, solemos llevar las manos en dicha dirección, a manera de consuelo; los artistas llevamos, por medio de la obra, las manos a la parte doliente del espectador”.
Qué cierto es lo que él dijo, lo he experimentado. Suele suceder que en el momento no encuentro las palabras para acomodar en mi mente lo que una obra me provoca; sin embargo, cada célula de mi cuerpo escucha y recibe el mensaje con gratitud. El saco con alma me enseñó que debo ser más abierta y flexible para comprender lo que un artista nos quiere comunicar.