OPINIÓN LETICIA GONZÁLEZ MONTES DE OCA

Tatuajes

De niños, era mal visto que pintarrajeáramos algo sobre el cuerpo, sobre los brazos, incluso en las manos.

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Leticia González- Tatuajes

“Tatuajes de tus besos llevo en todo mi cuerpo”, cantó Joan Sebastian, “tatuados sobre el tiempo que te conocí”.

De niños, era mal visto que pintarrajeáramos algo sobre el cuerpo, sobre los brazos, incluso en las manos: –eso es de carceleros– nos decían, sin que supiéramos bien quiénes eran esos. Nuestra única referencia del tema eran unas inocentes anclas en los brazos de Popeye.

En esa infancia nuestra los tatuajes solo reflejaban un vínculo con el mar.

Alguna vez se apareció por ahí algún trabajador, algún carpintero o plomero que, mientras trabajaba, lucía una silueta de mujer en el brazo y un nombre al lado. Le pregunté sobre eso a mi mamá. –Debe ser su novia y es para no olvidarse de ella. –¿Si no se la hubiera puesto en el brazo la olvidaría? –No, pero así menos. Esa imagen debe haber sido mi primera noción del recuerdo que alguien decide grabarse en la piel, eso mismo que muchos años después oí contar y cantar a la Concha Piquer sobre un marinero “hermoso y rubio como la cerveza, el pecho tatuado con un corazón”. El navegante de la canción, dolido, con voz amarga, triste y cansada, como la del acordeón, le habla entre copas de la que le ha olvidado, pero él no: “Mira este brazo tatuado con este nombre de mujer, es el recuerdo de un pasado que nunca más ha de volver... para siempre voy marcado con este nombre de mujer”. La copla termina con ella contando que acabó grabándose “a fuego lento”, a su vez, el nombre extranjero del navegante perdido, en la misma piel que él acarició.

Hoy sé que esos carceleros de los que me hablaban eran a los que se refería Truman Capote en A sangre fría: “todos los asesinos que conozco iban tatuados”, una señal para el mundo de que su crimen los había dejado marcados para siempre. Poco a poco, los tatuajes que en esa infancia nuestra solo tenían una connotación del mar, la fueron teniendo también del mal.

Y si no siempre del mal, sí de lo raro, de lo diferente. En la escuela, al hablar de culturas tan distantes como distintas de nosotros (era cuando todavía había continentes lejanos), nos mostraban imágenes que ilustraban la costumbre de algunos grupos de tatuarse la piel, algo tan exótico y ajeno a nosotros como sus dialectos incomprensibles, o las danzas rituales que ejecutaba el brujo de la aldea.

Los primeros no tan desconocidos que vi tatuados eran cantantes. Más que atrevimiento me parecía un accesorio característico del ambiente rockero y farandulero, en el que eso no solo se valía, sino que se presumía.

Luego fue llegando uno que otro conocido más cercano con marcas clandestinas sobre la piel, por lo general discretas y ocultas debajo de la ropa: era mal visto que estuvieran a la vista. A ellos siempre se les preguntaba todo y les gustaba responderlo una y otra vez. ¿Dónde te lo hicieron? ¿Quién? ¿Tus papás saben? ¿Qué dijeron? ¿Te dolió? A esto siempre respondían heroicos, estoicos, que sí, que había dolido mucho. Alguna vez le oí a alguien que donde más dolían los tatuajes era en una entrevista de trabajo; lo decía medio en broma, medio no.

De ser unas cuantas, fueron siendo la mayoría de las personas famosas las que los traían. Vi a celebridades y a amigos cercanos tatuarse el nombre de un amor que creían para siempre, y tiempo después pasar por el penoso proceso de intentar borrarlo con arrepentimiento, doblemente doloroso si el acto era un intento por desvanecer el nombre al mismo tiempo por fuera y por dentro.

Para entonces ya había conocido el dato cruel, la marca con tinta indeleble de aquellos números temblorosos inscritos salvajemente en el antebrazo: 400,000 números de serie para identificar a los judíos en los campos de concentración del holocausto. El dolor, la desesperanza, la historia de cada vida desgarrada, todo eso convertido en números que después no pudieron quitarse de la memoria.

Y las otras historias, como la del prisionero eslovaco obligado a trabajar de tatuador en Auschwitz que, una vez terminada la guerra, tres años después de haberse visto forzado a marcar el delgado brazo de una joven, la buscó y encontró para casarse con ella.

Esos números que todavía algunos abuelos llevan, y que besó el Papa Francisco al descubrirlos bajo la manga de una mujer polaca deportada a los campos de la muerte, cuando tenía tan solo 3 años.

Esos mismos números que algunos nietos se tatuaron décadas después, como conexión con los suyos y su historia, con la parte dolorosa de sus raíces, como símbolo del dolor compartido, como intento de acompañarlos solidariamente a la distancia del tiempo, como una denuncia junto a las palabras NEVER FORGET, que, visibles o no, deberían estar presentes en todas partes, todos los días.

Hoy los prejuicios se han suavizado y los tatuajes normalizado –por convicción, porque los estereotipos tienden a disolverse en el pasado, o por la ingenuidad de creer que un acto que fue rebelde lo sigue siendo, aunque se haya vuelto absolutamente común–. Al salir al mundo queda claro que hoy los raros somos quienes no nos hemos marcado nada en la piel.

Ya no me sorprende ver tatuajes en un futbolista, pero los brazos en alto, estampados, de unas casi niñas bailando sevillanas, o unas piernas con shorts que parece que trajeran mallas, no dejan de llamar mi atención, para mí son cosa nueva y me resultan un enigma. Intento entender los motivos, no los de las tribus ancestrales ni los de los chamanes, sino los actuales.

Encuentro que para unos es un tema de expresión y afirmación de la identidad: manifiestan lo que se es, o lo que se quiere ser, no solo a los demás, sino a uno mismo. Algo así como un graffiti íntimo. La enunciación visible de lo que define a una persona: sus filiaciones, su religión, afectos, conquistas, pérdidas, heridas; banderas, escudos, signos, fechas e iniciales. Lágrimas que significan algo así como este dolor es tan grande, que nunca lo quiero olvidar. Códigos personales, marcas en el mapa de la historia personal, subrayados de la propia biografía.

Para otros se trata de arte, de estética: un espacio del cuerpo convertido en lienzo para ser decorado por trazos, un significante con mayor o menor significado. Fauna y flora, constelaciones y estrellas estampadas en la piel que el portador lleva desde el día en que las adquiere y mientras esté en este mundo; corazones (enteros o en pedazos), nombres con garigoles, garigoles sin nombre; frases originales y clichés, filosofía superficial o profunda, versos, caracteres chinos, rosas de los vientos, palabras escritas en alfabeto morse; signos del zodiaco, mapas, coordenadas, grecas. Imágenes de culto, copias de un dibujo infantil, retratos, lunas, sirenas.

Lástima por los arrepentidos; imagino que lo bueno es que un tatuaje sea como el amor: que duela, pero valga la pena.

Muchos llegamos tarde a la usanza y no correremos para alcanzarla: preferimos dejar los símbolos guardados en un cajón: un sobre amarillento, un dibujo mal hecho, el corcho de algún vino compartido, una foto antigua, una estampa, un boleto, una medalla.

Ya bastantes tatuajes se nos quedaron abrazados y abrasados en el alma: las cicatrices, laberintos, besos, milagros y secretos de los que habla Sabina. En esa alma que es el único lugar donde cabe todo el pasado, cuya carga –agregaría Borges– es infinita.