Audio relacionado
El mundo cumple 37 años de que dejó de tener los pasos inciertos de Jorge Luis Borges andando sus calles; no de haber dejado de leerlo, no de haber dejado de hablar de él, eso no ha pasado, eso no pasará. Borges, de los escritores que no solamente dejan su obra (su profundísima obra), sino su personaje, su humanidad entera: su mirada, extraviada por la ceguera, rendida, mirando hacia ningún lado sin mirar ya nada. Su rostro deteriorado por los años; su andar dudoso y cansado, con su bastón lázaro; su voz serena, incluso su última voz, en la que a veces las palabras no se entendían, sin dejar por eso de ser voz.
Contador de historias antiguas –reales y no–, creador de pueblos, mundos y universos imaginarios, urdidor de versos; nos dejó sus cuentos, poemas, traducciones, prólogos, ensayos y reflexiones que muchos quisiéramos haber leído más de lo que nos atrevemos a reconocer.
Nos dejó su ingenio en la tinta, y, afuera del papel, su sagacidad al hablar, especialmente su capacidad para las respuestas inteligentes, agudas. Le contaron que en el diario habían publicado la noticia falsa de su muerte, él corrigió: prematura, no falsa.
Falsísima era, eso sí, su modestia, que presumía solo porque sabía que era evidentemente artificial. No lo disimulaba: es, decía, la forma más decente de decir mentiras.
Sagaz cuando Juan José Arreola, borgiano devoto, le dijo cuando finalmente lo conoció: “¡veinticinco años de admiración!” Vaya pérdida –dijo Borges– de tiempo.
Agudo, como cuando decía que uno llega a ser grande por lo que lee y no por lo que escribe, sabiendo que no es posible separar a lo segundo de lo primero. O como cuando le preguntaron por qué y para quién escribía, y afirmó, minimizando su trabajo para ensalzarlo, que no lo hacía para el mundo, sino para sí y sus amigos, y para aplacar el paso del tiempo.
Artista que se decía incapaz de entender a aquellos artistas que, se sabía, despreciaba. Sabio que presumía su sabiduría negándola: “perdonen mi ignorancia”.
Sus versos como estocadas: ¿De qué me servirán mis talismanes: el ejercicio de las letras, [...] el joven amor de mi madre, la sombra de mis muertos [...]?Estar contigo o no estar contigo es la medida de mi tiempo".
Quien conoce sus aforismos tiene, siempre, sus favoritos. Yo elijo aquel que afirma que no pasa un día sin que estemos, al menos un instante, en el paraíso. No, prefiero este otro: “Claro que creo en los sueños, pueden ser la única cosa real que exista”.
Se fue convirtiendo en objeto de interminables entrevistas-interrogatorios, como le pasa inevitablemente a los genios que son reconocidos como tal estando en vida. Era incapaz de respuestas simplonas: No afirmo ni niego – al ser cuestionado sobre la fe y la trascendencia–, pero espero que el cielo exista, aunque nuestro lugar sea el infierno.
Implacable con lo que reprobaba, como la sola idea de un examen de literatura que cualquier alumno debiera aprobar. “Son ridículos, la literatura no debe estar sometida a un régimen de premios y castigos con números. Lo que se aprende para los exámenes, se olvida para siempre”, decía. Cuántas veces se lo repetí a mi hija, renegando, al verla tener que memorizar datos precisos relacionados con libros, géneros y autores.
Incomprensible que nunca haya vivido de sus regalías. Él, que detestaba escribir por obligación, a la muerte de su padre debió subsistir impartiendo conferencias, que preparaba concienzudamente y después leía, muchas de las que son joyas verdaderas, como las que impartió durante 7 días de 1977 en el teatro Coliseo de Buenos Aires.
También vivía del reducido sueldo como auxiliar en una biblioteca municipal, ya siendo un escritor conocido, una especie de reconocimiento del papá de Adolfo Bioy Casares, que lo recomendó para el puesto, y que le daba un lugar tranquilo para leer y escribir, mientras, irónicamente, empezaba a perder la vista, lo cual terminaría sucediendo unos años después, acabando con su posibilidad de seguir escribiendo, ya que leer y releer sus avances era parte esencial de su proceso creativo.
Se lamentaba de que cuando su madre –ya anciana– le preguntaba a él –ya anciano– si mejoraba su vista, él respondía que no, que no había avance alguno. ¿Qué me costaba decirle que sí había mejoría, para que ella sintiera algo de alivio?, se reprochaba. De cuántas palabras escritas, habladas o calladas nos arrepentimos para siempre.
Borges no se quejó nunca de esa cegera con la que se fue apagando. Como los reyes, recibió en su pluma un destino que aceptó y cumplió a cabalidad, como algo fatal, hermosamente fatal, que lo volvió –a su pesar– inmortal. Rodeado de libros en la biblioteca, lejos de renegar escribió esas líneas insuperables:
Nadie rebaje a lágrima o reproche
esta declaración de la maestría de Dios,
que con magnífica ironía
me dio a la vez los libros y la noche.
De esta ciudad de libros
hizo dueños a unos ojos sin luz,
que sólo pueden leer
en las bibliotecas de los sueños
los insensatos párrafos que ceden
las albas a su afán.
Consideraba, como lo dejó asentado en ese mismo Poema de los dones, que lo que le sucedía se parecía a la historia del rey que muere de hambre y sed entre fuentes y jardines.
Borges entendía la felicidad como deber: hay que ser felices no nada más por joder, como dice Sabina, sino como obligación con aquellos que nos aman. La entendía, más allá de si la conseguía; cuando le preguntaban si era feliz respondía no estar seguro, pero sostenía que había que evitar su búsqueda constante, que era un esfuerzo fútil.
Estará en su cielo (o laberinto, o jardín, o infierno), escuchando o dictando; y en cada palabra escrita, hablada o callada que verse en torno a él, encumbrándolo, o al contrario.
Borges, te plagio al decir que escribo este texto largo porque no tuve tiempo de hacerlo más corto. Y porque, Borges, dejaste tanto.