…y vivieron felices para siempre. Así terminan los cuentos de la infancia, por lo que es normal que crezcamos idealizando el amor, o al menos lo que viene después de que se han librado los obstáculos iniciales, que en los mismos cuentos siempre aparecen, pero siempre, siempre, siempre se vencen.
En la realidad, tras alegrías, sorpresas buenas, malas y peores, y varios frentazos, constatamos que la vida es una serie constante de holas y adioses; y que somos mucho mejores para decir hola que para decir adiós. Y que unos y otros terminan definiendo una gran parte de lo que somos; y que la vida consiste en seguir el camino de lo que fue e ir dejando atrás todo lo que no fue; y en dejar que se vaya borrando lo que pudo haber sido, hasta desaparecer.
“Museo de las Relaciones Rotas”, así se llama la exposición que se exhibe ahora en el Museo del Objeto del Objeto (MODO), en la Colonia Roma. Es un proyecto croata creado en 2006 por Olinka Vištica y Dražen Grubišic. Ella, productora de cine, él, escultor, al terminar su relación de cuatro años se preguntaron qué hacer con todas esas cosas que se van acumulando –regalos, adornos, recuerdos– y que dejan de tener sentido cuando los dos para los que significaban algo vuelven a ser uno y uno. Entre bromas, mencionaron que podrían montar una exposición en la que serían las piezas las que contaran su historia... y el resto es justo eso, historia.
Así empezó una colección, primero pequeña, armada con sus objetos y los muchos que aportaron los amigos apenas escucharon la idea. Luego fue creciendo en forma autónoma: frecuentemente quienes la visitaban recordaban que tenían su propio baúl, caja o cajón con objetos que guardaban una historia, y estaban más que dispuestos a donar alguno para dejarlo volver a ser algo, ahora narrando una parte de su pasado, ya conjugado en un total pretérito.
Es un espacio en el que conviven pérdidas de todo tipo: desde la de un trabajo, una mascota, un familiar, un amigo, hasta la de nosotros mismos; pero las que están más presentes siguen siendo las que le dieron origen a la exposición: la ruptura –por la razón o sinrazón que sea– de un amor.
De un salón en Zagreb, la exposición pasó a un museo, y a varios; desde hace años está recorriendo el mundo, presentándose simultáneamente en distintas ciudades y en todos lados tiene éxito. Todos hemos tenido lo que ahí se puede ver, o cosas parecidas: muñecos de peluche, discos con la música de fondo de una historia, camisetas de un concierto, pulseras grabadas, piezas de origami, promesas escritas en servilletas, boletos de viaje que no se usaron... pero si cada uno de esos objetos tiene un lugar de museo, es porque al verlo queda claro que cada historia es única, que al romperse cada una de esas relaciones alguien lo hizo también un poco. O mucho. Gran paradoja estar observando lo que, si es algo y amerita ser exhibido, es solo en su carácter de evidencia de lo que no fue. O fue y luego no. O solo fue para uno. O solo se comprendió lo que era una vez que hubo terminado.
Es curiosa la capacidad narrativa que puede adquirir un objeto tan común como cualquiera. Al ver las piezas de la exhibición y leer las pocas líneas que cuentan su historia, es fácil imaginar a quien donó ese objeto, con el dolor que alguna vez tuvo, y su tristeza, y su soledad, que a veces ni siquiera sus personas cercanas conocieron; pero que sí nos cuentan a nosotros, desconocidos que visitamos un museo y contemplamos con una actitud entre discreta, comprensiva y solidaria que se extiende por todo el lugar, en medio de un silencio respetuoso, la caja de cerillos que guardaron por años, la pluma con la que escribieron una carta, la botella que compraron para abrir cuando llegara un día, y que se quedó, para siempre, cerrada.
Todos los finales, canta Sabina, son el mismo, repetido. Lo malo de morir de amor –dice– es que no te mueres. Cuenta él mismo la cantidad de veces que alguien se ha acercado para decirle que alguna canción suya lo acompañó en una pérdida. Todos podríamos decir eso de alguna canción, creo. ¿O de una por pérdida?
También podríamos decir eso de otras tablas de salvación. “Creía saber quién era yo, quién era él: y repentinamente ya no nos reconocía, ni a él ni a mí”, escribe en “La mujer rota” Simone de Beavoir, quien cuenta ahí que en su caso fueron los libros los que la salvaron de la desesperación.
Idea Vilariño escribe, con dedicación a Onetti, un poema en cuyo título plasma la más desgarradora desesperanza: “Ya no será”.
Ya no soy más que yo para siempre
Ya no serás para mí más que tú.
Ya no estás en un día futuro
No sabré dónde vives, con quién
Ni si te acuerdas.
No me abrazarás nunca como esa noche, nunca.
No volveré a tocarte. No te veré morir.
Frida Kahlo pintó una relación rota como una mujer que yace inerte en una cama, ensangrentada, con un hombre a su lado, cuchillo en mano, y una paloma sosteniendo el mensaje: “Unos cuántos piquetitos” –título del cuadro–, ironiza minimizando y no la tragedia.
Bueno, la exposición. Es de las que son al mismo tiempo, exhibición y espejo. Hace que los visitantes vean reflejadas en las historias de otros, su propia. Así lo escriben en las hojas de notas de visitantes. “Yo tampoco puedo escribir su nombre, me atoro en las iniciales”. “Nosotros también teníamos una canción, una palabra clave, un lugar que fungía como guarida”. En otra hoja alguien no escribe ni una sola palabra, pero deja un dibujo elocuente de un corazón con un par de alas.
Es evidente que algunos de los que donaron objetos lo hicieron porque se dieron cuenta de que ya habían sanado esa herida. Seguro que otros lo hicieron para ver si así, finalmente, cerraba.
Si yo aún no hubiera ido a ver esa exposición, iría.