OPINIÓN LETICIA GONZALES MONTES DE OCA

Día de los Museos

En la Ciudad de México me gusta ir a las casas-museo, que ayudan a imaginar a los personajes en su hábitat, creando, ideando: el estudio de Diego Rivera con su bata manchada, por ejemplo.

Un museo es un lugar donde perder la cabeza, dice el arquitecto italiano Renzo Piano.
Un museo es un lugar donde perder la cabeza, dice el arquitecto italiano Renzo Piano.Créditos: Cuartoscuro.
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Desde hace casi medio siglo, el 18 de mayo es el Día Internacional de los Museos, esos espacios que custodian tesoros, lugares para viajar en el tiempo; donde aprender, disfrutar, y a veces, salir flotando; otras, pensando; otras, llorando.

Las primeras visitas a museos que recuerdo fueron de niña, con el colegio, en lo que ahora sé que es el Museo de Historia Natural -para los niños los museos casi nunca tienen nombre-: recuerdo figuras de indios y animales con movimiento, vitrinas con maquetas que al apretar un botón se iluminaban y cobraban vida, con tecnología que, si no ha cambiado, seguro hace reír a los niños de estas generaciones.

Y puntas de lanza de obsidiana, esqueletos de dinosaurios, muñecas y vasijas de barro. No me divertía, más bien me aburría; eso sí, no puedo decir que no aprendía.

Del Museo de Antropología siempre me interesó especialmente la máscara de jade, solo que lo que más me llamaba la atención -qué pena con la Antropología- era saberla robada una Navidad, y después, recuperada.

Me apantallaba -y lo sigue haciendo- Tlaloc, ese monolito de 168 toneladas representando al dios de la lluvia, e imaginármelo trasladado en una plataforma de 72 llantas desde Coatlinchán a Chapultepec, con el agregado de esa historia medio mística: “ese día llovió como nunca”. 

Ya más grande los empecé a disfrutar, dentro y fuera de México, acudiendo por gusto, ya no por obligación.

Me fasciné con el Museo del Prado, donde pasé horas en una banca frente a Las Meninas, en tiempos en que el muro tras el cuadro era obscuro y uno sentía que estaba ahí dentro, en ese cuarto de reyes, niñas, pintor y perro. Hoy ya no hay bancas y el muro es verde claro, no volví a sentir la magia, de haberlo sabido me hubiera quedado con el primer recuerdo.

En la Casa de Ana Frank sentí una energía extraña al subir la angosta y empinada escalera de madera, imaginando lo que había pasado ahí.

Uno que me encanta es el Museo Picasso, en Barcelona. Está en un edificio gótico que es una joya. Y su obra: su evolución al pasar de pintar como un adulto, a pintar como un niño. En cambio, el de Miró, y lo digo desde lo personal y subjetivo que es el arte, me pareció un timo -aunque un timo con la mejor vista de la ciudad-.

El año pasado visité el polémico penacho de Moctezuma, en Viena. No pagué entrada por ser mexicana; me sentí como un poquito dueña de un fragmento de alguna de sus plumas de quetzal.

Quizá el más raro que he conocido sea el Museo de la Mafia, en el pequeñísimo pueblo de Corleone, en Sicilia. Exhibe las carpetas del archivo periodístico, y fotos en bastidores que cuelgan de la pared, mostrando escenas características de la mafia: muerte por vendettas, terror, tragedia. Ahí explican que al capo más buscado lo atraparon gracias a que lo delató su hermana, al ver el baño de sangre que todo aquello provocaba. El año pasado alguien planteó la idea de abrir un Museo del Narcotráfico en Badiraguato; la diferencia es que la mafia siciliana ya se ha erradicado.

Y quizá el más novedoso que he conocido está en Burdeos: un museo del vino -La Cité du Vin-, un edificio de diez pisos cubierto de espejos que emula el vino al ser vertido en la copa, con brillos dorados que cambian de tono según los reflejos del sol, una genialidad. Es como un parque temático de la uva, la tierra y la barrica. Recuerdo una enorme pantalla en la que aparecen viñedos en la nieve y en playas, en cuencas y en terrazas. Y todas las regiones de uvas, y un gran orgullo cuando aparece Ensenada.

En la Ciudad de México me gusta ir a las casas-museo, que ayudan a imaginar a los personajes en su hábitat, creando, ideando: el estudio de Diego Rivera con su bata manchada; la casa de Frida con su mecanismo para pintar acostada en su cama; el cuarto de Benito Juárez, que está en el ala norte de Palacio Nacional, que antes podía ser visitada; la Capilla (que no es capilla) Alfonsina, con el escritorio, libros y archivos de Alfonso Reyes, y sus cuadros, pipas, máquinas de escribir, plumas fuente, mapas, lentes -sus juguetes-, su sillón, sus dos camas; la casa del poeta Ramón López Velarde, con las bibliotecas de Efraín Huerta y Salvador Novo.

Me gusta ver los espacios en que se movían, las cosas de las que estaban rodeados cuando imaginaban, los sillones en que pensaban, los escritorios y las máquinas en que tecleaban. 

Están también los que fueron creados para recordar lo que no queremos que vuelva a pasar, para ver lo que no queremos volver a ver: el Museo Memoria y Tolerancia y el Museo de la Tortura, en CDMX; el Memorial y Museo 11-S, en Nueva York, o el Museo del Holocausto en Buenos Aires. Imposible salir de ellos con el corazón intacto.

Vivo en una de las ciudades con más museos del mundo, y cada vez que pasa tiempo sin que visite uno, me parece un desperdicio. 

Un museo es un lugar donde perder la cabeza, dice el arquitecto italiano Renzo Piano.

Ya estoy haciendo mi lista para ir a dos o tres en las próximas semanas.