Un día de 1914, nació Ramiro, mi querido suegro y su papá plantó un pequeño magnolio para marcar la fecha en que se estrenaba como padre. Lo sembró en el patio de su casa en la colonia Tacubaya.
Ramiro creció, se hizo arquitecto y, cuando tenía 28 años, se casó con Leonor. Los años pasaron. En 1969, al fallecer los abuelos, Ramiro y su hermano, vendieron y regalaron lo que había dentro de esa vieja casa de Tacubaya. Lo único con lo que mi suegro quiso quedarse fue con el árbol de magnolias que marcaba su fecha de nacimiento. Organizó trasladar el árbol de la casa de sus padres a la suya, en el sur de la ciudad.
Cincuenta y ocho años después, en 1972, Pablo y yo nos casamos. Entré a la iglesia vestida de novia y con un ramo de magnolias de aquel árbol. Ramiro las había cortado esa misma mañana.
En el año 2005, para preservar el magnolio, Pablo decidió sacar esquejes y plantar hijos, que reprodujo y sembró por donde pudo para crear una sombra acogedora y significativa. Cuando mis suegros fallecieron, la casa del sur de la ciudad se vendió con todo y árbol –que era ya muy grande y viejo para ser trasplantado. No obstante, Pablo volvió a sacar otros hijos de los hijos del árbol abuelo.
A principios de 2022, Pablo, mi querido esposo, amante de la naturaleza, como siempre fue, me pidió en una de esas conversaciones honestas que surgen cuando sabemos cerca el fin de nuestra existencia, y con unas copas de vino ante nosotros, que sus restos los regara al aire libre en el campo abierto o en algún jardín. No quería permanecer en ningún nicho encerrado:
—¿Me lo prometes? —me dijo.
—¿En qué jardín? —le pregunté—. En el nuestro —me contestó. Tomé un trago de vino para asimilar el mensaje. Los dos ignorábamos que, en pocos meses, sus hijos y nietos cumpliríamos su deseo.
En mayo de 2022, después de haber hecho, en compañía de la familia, todo tipo de rituales amorosos, religiosos y espirituales, grandes y chicos tomamos un pequeño guaje para sacar un poco de las cenizas de Pablo de una bandeja cubierta con una tela blanca y una rosa. Fue conmovedor ver que, de algún modo, el tabú acerca del polvo en el que finalmente nos convertimos –tan simple como real– se rompía. Con naturalidad, cada uno cumplió el último deseo de Pablo; las distancias de alma a alma desaparecieron, mientras conversábamos y le agradecíamos. La unión fue total.
Sus nietos depositaron lo que quedó de sus cenizas en un hueco de tierra hecho de manera específica para sembrar a un nieto de aquel árbol que el tatarabuelo había plantado cuando nació su primer hijo. Era curiosa la coincidencia: los hijos de los hijos del hijo humano, sembraban al hijo de los hijos del hijo vegetal. El inevitable ciclo de la vida y la muerte se cumplía. Todos nos dimos cuenta de que los árboles contienen historias, linaje, vida y nuestras almas los habitan.
Lo que a todos sorprendió fue que, en noviembre, a los seis meses de plantado, el pequeño magnolio floreó con el gusto de sus ancestros. “Normalmente, los árboles se concentran primero en echar raíz–nos dijo la experta– y florean en primavera y septiembre, pero definitivamente no en noviembre.” Todos sonreímos. Guardé los pétalos de esas primeras flores en mi libro favorito.
A un año de su partida, veo el árbol y a todos en la familia renacer contentos, más fuertes que nunca y con más recursos para florecer ante lo que la vida nos presente.
Sí: “Todo comienza y termina con un árbol”.
Sí: “Todo comienza y termina con un ser que surge de otro ser”