Estoy muy sentido con la embajada británica, pues ya es 30 de abril y todavía no he sido invitado a la coronación del rey Carlos III. Quiero que sepan que, si me llega la invitación, no asistiré, porque no soy plato de segunda mesa. Allá la Corona si quiere dejar un lugar vacío. Prefiero guardar mi traje de etiqueta para mejores ocasiones.
Pero bueno, mejor aprovecho el mal trago que me han hecho pasar y dedico esta columna a coronaciones desastrosas e incómodas que han ocurrido en la historia. Ojalá no le toqué entrar en la lista al rey Carlos.
No nos vayamos muy lejos para comenzar. Situémonos en la Catedral Metropolitana la mañana del 21 de julio de 1822, día de la coronación de Agustín de Iturbide, primer emperador de México
La ceremonia se había planeado; sin embargo, todo pronosticaba que sería un verdadero desastre. Nadie había asistido una coronación antes ni conocía era el protocolo. Aun así, sacaron la ceremonia adelante con lo que alcanzó a recordar un religioso que había estado alguna vez en las cortes de Europa.
Las joyas de la corona fueron, literalmente, “la joya de la corona” en esta desastrosa planificación. A Iturbide se le había olvidado que, después de la Independencia, el país estaba quebrado y no había cómo comprarla. Tuvieron que ir al Monte de Piedad y pedir joyas prestadas. Ojalá sí las hayan devuelto y no salieran con que se les perdieron.
De una u otra forma, Iturbide logró ser coronado en la catedral, aunque no por un obispo sino por el presidente del Congreso. Al final de cuentas, el Imperio Mexicano era una monarquía constitucional, no una monarquía absolutista.
Pero si hablamos de coronaciones incómodas, no podemos olvidar la de Napoleón Bonaparte, quien fue coronado el 2 de diciembre de 1804, en la catedral de Notre Dame. Los problemas se asomaban desde un inicio. Cuando el papa Pío VII llegó a la catedral, se topó con la grata sorpresa de que las naves estaban llenas de antiguos revolucionarios ateos, anticlericales y republicanos. ¡Hermoso ambiente para el pontífice!
Lo peor, sin embargo, vino durante la ceremonia. Primero, Napoleón no comulgó pues se había negado a confesarse. Su esposa Josefina tampoco lo hizo para no hacerlo quedar mal. Luego, cuando llegó el momento de la coronación, Napoleón se le adelantó al papa y, tomando la corona él mismo, se la colocó sobre su cabeza. El mensaje fue claro: su poder venía directamente de sus manos, no de las de Dios ni mucho menos de las de un simple Papa. Hay que decir que el gran protagonista de la ceremonia no fue Napoleón, sino el temple y la paciencia de Pío VII.
A pesar de todo, espero que el siguiente sábado todo salga bien en la Abadía de Westminster aunque, sin mi presencia, ya llevan las de perder.
¡Atrévete a saber! Sapere aude!
@hzagal