La infancia no desaparece del todo. La llevamos con nosotros, por eso nuestra niñez sigue jugando en las playas en las que jugamos, caminando en las calles que caminamos apenas pudimos, y explorando los jardines y los parques en que crecimos hace tanto.
Vamos por la vida cargando con el equipaje sagrado de nuestra infancia, esa etapa que se ve tan lejana, pero que nos acompaña de cerquita todo el tiempo.
No sé ahora, pero antes los viejos juegos de hierro de los parques eran pintados una y otra vez, capa sobre capa. Y cuando, en algún punto y a fuerza de manos infantiles, la pintura se borraba, se podía ver el paso del tiempo en su historial de colores, uno sobre el otro, una especie de testimonio de muchos años, de muchas tardes y domingos, de lluvias y días de sol, de distintos pintores, de muchos niños y muchas manos.
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Así también nosotros. Si pudiéramos ver todas las capas de nuestras distintas edades, notaríamos, por ejemplo, que esas rodillas que hoy nos avisan que va a llover son las mismas que vivieron un día entre caídas, raspones y un merthiolate rojísimo que ardía como un aguijón, pero que luego presumíamos con cara de sobrevivientes ante los amigos, en tiempos en que las heridas no avergonzaban a nadie ni se escondían; al contrario, se lucían como medallas de las batallas de la vida.
Hoy tenemos el olfato educado -o intentamos o actuamos tenerlo- para participar en la ceremoniosa faramalla de catar un vino, entre descripciones elaboradas de notas, añejamiento y barricas. Sin embargo, los aromas que han quedado grabados en lo más hondo no son los de roble americano, o de frutos secos, sino otros más lejanos, involuntariamente conservados y que sorprenden al descubrir que siguen ahí, nítidos e inconfundibles: el interior de la cabeza de una muñeca; la mezcla de cloro y caldera de las clases de natación; el chal con el que nos envolvía una abuela; el termo de agua de limón.
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Las manos hoy expertas en teclear a toda velocidad son las mismas que siendo pequeñas encontraban calma frotando una frazada hasta alcanzar el sueño mientras nos chupábamos el dedo, que medio escribieron la primera letra que aprendimos, que se impregnaban de cera al amasar plastilina. Y haciendo un esfuerzo, podemos volver a sentir esas otras manos que nos ayudaban a entrar y salir de la tina, que nos tocaban la frente para ver si teníamos fiebre; que nos peinaban, que no nos soltaban en el mercado ni en la calle.
Los oídos hoy entrenados para detectar en una fracción de segundo la pavorosa alerta sísmica o los permanentes avisos del celular se emocionaban con la melodía del camioncito de helados que recorría las calles los fines de semana, justo después de comer. Recuerdan también el timbre exacto de la campana o la chicharra anunciando el recreo, el carrillón de la iglesia más cercana, las pisadas entaconadas de una mamá, los toquidos del claxon del coche de un papá.
El gusto que hoy encontramos en un buen vino elaborado o en un café gourmet, lo hallábamos en un taco de sal en la tortillería, en un algodón de azúcar, en los dulces de fayuca que vendían a la salida de misa, en un barquillo en Chapultepec.
Podemos olvidar el nombre de un autor, de un libro, de una obra, pero jamás olvidaremos el de nuestra primera mascota, el de la muñeca más querida, el del juguete preferido (el Scalectrix, diría Serrat), el del primer amigo que hicimos nosotros solos, sin la intervención de los papás.
Los ojos con los que hoy miramos series para matar las tardes o videos cortos para acompañar cualquier espera son los mismos que vieron el mar por primera vez y se asombraron ante su inmensidad; los que nos ayudaron a aprender a leer con Plaza Sésamo; los que lloraron frente al televisor con las escenas de Los Pioneros.
Fuimos esos niños, los que corregíamos el rumbo, sin duda y sin drama, cuando nuestra madre nos echaba esa inconfundible y firme mirada.
Fuimos niños en contacto permanente con el papel: jugábamos gato, timbiriche y basta. Cualquier hoja bastaba para transformarla con dobleces en un avión, un gorro, un barco.
No leíamos mails urgentes, mensajes de fechas de pagos, ni tratados sobre lo mal que va todo; sino cuentos comprados en el puesto de periódicos: La pequeña Lulú y el –vigente– club de Tobi; Riqui Ricón, aquel pobre niño rico que no tenía más que dinero, –hoy todos conocemos a alguno o a más de uno–; y ya un poco más grandes, Archi, con su carcacha roja y eternamente enamorado.
Los domingos buscábamos los ‘monitos’ en el periódico Excélsior: Educando a papá, con Pancho y Ramona; y unos centímetros al lado, Lorenzo y Pepita; Daniel el travieso con su viejo pastor inglés Ruffo y su pobre vecino, el señor Pereda; y mi favorito: Nunca falta alguien así, un espejo de cómo éramos y seguimos siendo.
Recibíamos tarjetas de Navidad impresas, que se colocaban en el trinchador, las que llegaban de otro país daban más emoción.
Otras tarjetas que alegraban la vida eran las que por primera vez traían nuestro nombre en un sobre, y dentro una tarjeta: Te invito a mi fiesta. Claro, era inimaginable algo parecido a Whatsapp. Los festejos no eran temáticos, no existía eso, ni hacía falta gran producción: una piñata, cantar alrededor del pastel, y se acabó, y todo había estado muy bien.
Si nos daban un reporte en la escuela, este podía ser blanco, por una falta leve; o verde, por una barbaridad gravísima –aunque, vistas a la distancia, algunas no parecen ni tan gravísimas, ni tan barbaridades–. Y ni con uno ni otro los papás iban al colegio a protestar; a nosotros nos podía ir como en feria, pero nadie dudaba que los maestros eran la autoridad. “¡Fue injusto!” casi nunca conseguía mucha inmunidad, por mucha vehemencia con que se repitiera.
Así iniciamos el camino, saturando los sentidos; con frentazos y cariño, con ejemplos y con lo que nos iba ocurriendo –y se nos iba ocurriendo–; siendo felices con lo que había, sin futuros traumas a la vista, superando complejos, sin enterarnos mucho de que eso eran.
Niños resistentes que jugábamos en la calle hasta la noche y hoy lo contamos como algo inimaginable. Niños que hicimos casi todo lo que hoy conforma la lista diariamente actualizada de riesgos para niños urbanos. Y quién lo diría: sobrevivimos. Generación de juguetes sin baterías y figuras de papel, pasamanos de hierro, suéteres de estambre, fuimos hechos de mil cosas excepto de cristal.
Así empezamos la vida, de ahí venimos, son nuestros orígenes, que amamos por ser nuestros y por ser origen, que guardamos en la memoria con cuidado y cariño. Si amas tus orígenes, dice Joan Fuster, el escritor catalán, amas tu identidad.
Mi niñez –podemos decirle al mundo, a la vida, al tiempo, al pasado, a nuestra historia–, mi niñez sigue jugando en tus playas.