—Les voy a decir algo que no les va a gustar— les dijo Laura, de 28 años, una tarde a sus papás. Mi amiga, que llamaré “S”, es su mamá e imaginó que escucharía algo así como: “Estoy embarazada”, lo que hubiera preferido al: “Estoy enamorada de una mujer” que escucharon.
—Mi mente se puso en modo irrealidad —me comparte “S”—. Mi sensación era de incredulidad. De no saber qué hacer ni cómo manejar la noticia. “¿Estoy yo escuchando esto?”. “¡No estaba en mi esquema!”. “No puedo, nunca saldré adelante”. —Y continuó:— Lo más triste fue que mis expectativas se derrumbaron y no podía dejar de pensar en el “qué dirán de mi hija”. Lo que nos dijo no entraba en mis estándares cuadrados.
—El tiempo pasó, tomé terapia, escribí cada día de la confusión hacia la vida, hacia mí misma, más bien, lo vomitaba en el cuaderno, como algo que intoxica. Mi hija se fue a vivir a Nueva York, lo que me sirvió mucho. No verla con su pareja, aligeraba la carga. Yo no podía hablar del tema con ella, ni quería que regresara a vivir aquí.
La Navidad llegó meses después y las vacaciones las pasaríamos en familia. No estaba preparada para verlas juntas. Sin embargo, aquilaté las cosas y me convencí de que albergarlas era lo mejor. Mi familia las recibió con los brazos abiertos. La mesa compartida suavizaba la situación. Descubrí que su novia, en realidad, era una persona encantadora. Pero, al terminar de comer, me iba a mi cuarto. “Es un buen primer paso”, pensaba.
Dos años después, nos anunciaron que se vendrían a vivir a México. “¿Segura?”, le pregunté. No quería dar cara a mi rechazo, como tampoco leer libros sobre el tema. Me confrontaban demasiado.
Un día, una psicóloga me dijo algo que me ayudó enormemente: “A ti te encantan las rosas. Tus hijos y tu esposo son rosas, tu hija, es una orquídea. Es igual de hermosa, pero es diferente. Tu trabajo es reconocer su belleza, sabiendo que es diferente a lo que tú piensas que debe ser”. Me convencí de que no soy poseedora de la verdad y me abrí a las posibilidades.
Poco a poco, dejé la terapia. Con el corazón y la cabeza sabía que tenía que dar el paso y aceptarlas. Mi esposo y mi familia, abierta y apapachona, me ayudaron mucho. Me di cuenta de que su novia, en realidad era inteligente, madura y muy simpática. Noté que el trato entre ambas siempre era de mucha madurez, serenidad y ternura.
“Nos vamos a casar”, nos anunciaron después de ocho años de vivir juntas. Lo cual fue un trago más que tuve que pasar y me hizo regresar al punto uno. Sin embargo, trabajé mucho en mi interior. Comencé a estar menos estresada, mi hija más cariñosa, reconocía el esfuerzo que hacía e incluso me lo puso por escrito, lo que me sacó las lágrimas. Me di cuenta de que poco a poco lo cuadrada que era se convirtió en ovalada.
A pesar de que los hechos no eran los que esperaba, la boda llegó y junto con ella, la aceptación absoluta: al ver ese amor, esa relación de alma a alma que trascendía el género, el abrazo entrelazado con sus hermanos, agradecí vivir esa historia. Te puedo decir de corazón, Gaby, que la gocé y que ahora la quiero mucho como nuera.
Muy en mis adentros, quizá me quedará el anhelo de verla como mamá, con su familia. No obstante, me doy cuenta de que mi hija ha sido mi profesora. He crecido; sigo aprendiendo y cuando algo se me atora, fluyo para aceptar que las cosas no tienen que ser a mi manera.
Me doy cuenta de que por ocho años sufrí en balde, a causa de mi mente. Ellas se aman, son muy felices y, finalmente, eso es lo único que deseo