A Sabina me lo presentó mi mamá en mis años de colegio, en su primer disco. Me cautivó desde el principio: en una época en que las canciones que se hacían populares estaban escritas a base de ideas mínimas y frases simples –o al revés, y no tanto como ahora– ese español andaluz hacía música inteligente, con figuras retóricas y juegos verbales que reflejaban la vida y lo que hay detrás y debajo de ella con muchos más recursos que las palabras comunes y gastadas de siempre.
Han pasado cuatro décadas y veinte álbumes, cientos de motivos, más de quinientas noches. Sus canciones han estado presentes desde entonces, como sombra del verbo sentir conjugado en cualquiera de sus tiempos. Flaco, despeinado, desparpajado poeta urbano: pongamos –como le cantó Aute en 1986, en el Teatro Monumental de Madrid–, pongamos que hablo de Joaquín.
Al escribir, Sabina trasgredía: no guardaba las formas ni las reglas de etiqueta, hacía y decía lo que quería, lo que muchos no nos atreveríamos.
Perdiendo los modales
si hay que pisar cristales
que sean de bohemia, corazón.
Cronista, si lo es de algo Sabina, del corazón y sus vidas, del corazón y sus gozos, de sus muertes, sus fiestas, cansancios y batallas. Saca de su sombrero una canción y una estrofa perfecta para cada situación: para la ilusión inicial, por ejemplo, proporcional al dolor final en su infinita espiral. Para el recuerdo, para la nostalgia, para el olvido. Narra los sueños como narra el vacío. Habla de heridas en canciones que hacemos nuestras para siempre; y ni Dios quita las heridas, ni nadie nos quita las canciones.
Los versos son una manera
de convertir cenizas en madera
y escombros en castillos.
Trasciende la rima: a veces la domina y a veces parecería que la desprecia mientras juega y experimenta persiguiendo la construcción ingeniosa, la figura literaria, la metáfora, la paradoja, la alegoría. Se permite hipérboles que en él se justifican y al siguiente renglón simplezas que también.
Rey abdicante de todos los que un día han escrito porque han tenido dentro algo que compartir, detractor de los que lo hacen porque creen tener unos versitos que lucir. Dice cantar sus soledades porque le sobran. Por eso, supongo, escribe lo que le viene en gana y canta lo que le viene más. Porque Sabina.
Con metáforas que a nadie más se le habrían ocurrido nos engaña, haciéndonos creer que las habíamos pensado desde siempre; hasta asentimos al escucharlas, o decimos sí, o justo es así, o así mero se siente eso.
Y así, cuando aparece ese vacío de lo que en realidad nunca fue llenado, y uno se pregunta qué diablos es lo que se echa de menos, llega Sabina con su voz rasposa diciendo: “no hay nostalgia peor que añorar lo que nunca jamás sucedió”. Y uno comprende su propio desasosiego y siente algo de consuelo; en un descuido hasta puede llegar a creer que lo está disfrutando.
Y cuando se instala la resistencia a soltar lo que el tiempo ya se ha llevado, llega Joaquín, siempre Joaquín, sugiriendo que al lugar donde has sido feliz no se debiera tratar de volver. Y uno se regaña a sí mismo y podría jurar que la canción tiene dedicatoria personal.
En sus conciertos en el Auditorio Nacional, Sabina es recibido como lo que es: maestro, y cómplice, y también amigo, compadre, de años. Se planta en el escenario como si nada y como si todo, con su guitarra, como espejo que amenaza con reflejarnos en cualquier momento sin piel, o debajo de ella, evidenciando que todos somos bastante iguales por dentro. Y ahí estamos, diez mil almas desbordadas, listas para pasarle lista a su diario-cancionero.
No creo que exista el olvido ni que deba existir; la vida se hace de escombros yde cenizas que siguen ardiendo.
De seguro fuimos muchos los que, hace unos días, cuando por fin apareció el documental “Sintiéndolo mucho” sobre él, estuvimos al mismo tiempo frente a una pantalla, con una copa de vino, viéndolo, casi espiándolo, en sus giras, bebiéndose la noche, sobreviviendo los días.
El documental muestra lo que ya se sabía. Que llevó una vida de excesos: cincuenta años de sexo, droga y rock. “Nada mal”, dice entre risas, aunque en otros momentos sí ha acusado recibo de los daños y perjuicios.
Y que, por más ídolo que sea, antes de un concierto se muere de nervios, casi, casi como un torero. Que reconoce y se estremece con lo bueno, como lo hace con las frases de nuestro José Alfredo.
Y, aunque nada de esto es del todo nuevo, es un deleite ver a este personaje, bohemio de otro siglo en este, con su algo de rabino, de profeta, de faquir; en su piso de Madrid atiborrado de libros, con la pluma en una mano, el cigarro en la otra y el vaso de whisky junto a la hoja. Y viajando en carretera, viviendo en hoteles; trasnochando en Garibaldi, en el Tenampa, divertido de que ningún mariachi le crea que él escribió “Y nos dieron las diez”. Su mundo, su gente, su caída, todo está ahí.
Aquí no hay spoilers ni los puede haber, porque no hay ni trama ni drama, la serie se trata de ver de cerca al hombre tras el telón de acero. Es un retrato de aquel que retrata la vida: es Sabina siendo Sabina.
Se trata de una producción del director Fernando León de Aranoa, quien acumuló material durante trece años. En ese tiempo y desde mucho antes, Joaquinito –como le decía Chavela Vargas–, como todos, se ha ido transformando. Quién sabe si evolucionando. “Se trata de envejecer”, dice, “sin dignidad. “Mi corazón”, canta, “no miente, bendita la gente que hace de nuestro otoño, primavera.”
Sabina, el de siempre; Joaquinito, Joaquín. Sus letras, su timbre de voz, su rostro, sus vicios, no son los mismos. Y, sin embargo, es Joaquín y hace lo que él hace: encanta. Y, la verdad, lo hace bien.