El teléfono, ese gran invento para hablar con alguien a distancia oyéndolo igual -o mejor- que si estuviera al lado, ha formado parte protagónica de la vida desde hace un siglo y medio. A México llegó en 1878, tan solo dos años después de ser inventado.
La primera llamada se realizó entre el entonces lejano pueblo de Tlalpan y el Centro de la Ciudad de México. Un par de meses después fue instalada la conexión entre el Castillo de Chapultepec y Palacio Nacional, para que Porfirio Díaz pudiera llamar. La voz del General se puede escuchar en la actualidad al descolgar el auricular de un viejo teléfono, en el vestíbulo del Hotel Geneve de la Colonia Juárez; ahí mismo está el Phone Bar, con una colección de teléfonos antiguos increíble. Un viaje en el tiempo.
Para los años cuarenta era común tener teléfono en los hogares, y se podía marcar al 01 para que la operadora realizara el enlace. Imagino señoritas como las de la serie Las chicas del cable escuchando atentas las conversaciones.
En casa de mis abuelos el teléfono era negro, de baquelita, y conservo su agenda con nombres escritos en caligrafía, cada uno con seis dígitos al lado. El número telefónico de mi infancia ya tenía siete, y sigue grabado en mi memoria.
Me gustaba encontrar en el enorme directorio blanco el nombre de mi papá y de mis conocidos, y buscar apellidos raros. Aquel pesado objeto se usaba más para sentar sobre él a los niños pequeños en las sillas del comedor, que para localizar a alguien.
Con mi adolescencia llegó el vicio de hablar horas con las amigas; de verdad, horas y horas seguidas. Y los regaños: “Llevas hablando más de dos horas, ¿cómo es posible?” Y “ya cuelga ¿qué tal si alguien estuviera intentando llamar por alguna emergencia?” Y se colgaba, y nadie llamaba por alguna emergencia, y una pensaba que terminar la llamada había sido inútil e innecesario.
Que un muchacho le pidiera su teléfono a una niña no era cosa menor: era todo un símbolo, una confesión, una genuina muestra de interés en ella. Lo común era anotárselo en una servilleta, en un papelito, en un boleto del cine; y si no había, de plano en la palma de su mano, aunque eso ya rayaba en la audacia.
Él llamaba al día siguiente y pasaba el primer filtro con quien contestara. Debía saludar, identificarse, y con el simple saludo los padres podían darse una idea de qué tan educado y formal -o no- era.
Todos en la casa sabían quién llamaba, a quién, con qué frecuencia, y cuánto duraban las llamadas. Después del anochecer ya no eran “horas de hablar”. No estaba bien, no era de gente decente, ¿qué, en su casa no le dirán nada?
Las primeras palabras al llegar a casa eran invariablemente: ¿quién me llamó? Y a cada uno de los que estaban, no se fuera a escapar el dato de alguna llamada.
Y así pasaron muchos años, con casetas de teléfono en cada esquina, que funcionaban con unas monedas grandes de cobre de 20 centavos. Se marcaba en el disco el número deseado, y cuando atendían la llamada del otro lado, la moneda caía y se establecía la comunicación. De ahí la frase “ya me cayó el veinte”, una especie de conexión neuronal. Transcurrido un tiempo, se oía una grabación odiosa: debe insertar una moneda para continuar. Por eso, algunos decimos todavía: se te acabó el veinte.
Esos teléfonos públicos se liberaron para funcionar sin monedas el día del terremoto de 1985… y así se quedaron por años. Todo el mundo se acostumbró a hablar gratis, tanto así, que quien no tenía privacidad en su casa la buscaba en el teléfono de la esquina. Y otra vez, las llamadas podían durar horas, también ahí, de pie y buscando acomodo. Menos a gusto, pero práctico, privacidad encontrada a media calle. Solo se volvió a pagar cuando se implementaron las tarjetas con saldo prepagado. Ya no se insertaba una moneda, ahora se introducía una tarjeta con chip. Primer mundo.
Llegaron los teléfonos móviles y revolucionaron las formas y los fondos. Hoy sirven para entretener a los niños desde bebés, que no saben todavía decir ni una palabra, pero avanzan de un nivel a otro en juegos que nadie les tuvo que explicar. Los adolescentes -y muchos pre pre preadolescentes- tienen cada uno el suyo, la pertenencia social lo hace indispensable para ellos, aunque no sepan qué es eso, y la seguridad lo justifica para nosotros, aunque todo sea, también en eso, relativo. Paradójicamente, han creado nuevos espacios de inseguridad.
En redes sociales y aplicaciones, los jóvenes se comunican sin que los padres sepamos bien a bien con quién, con quiénes, sobre qué. Ni en qué tono, ni con qué malicia o con qué vulnerabilidad. Menos a qué hora, ni nada. No hay operadoras curiosas ni Pegasus versión adolescentes. Se ha creado un vacío de vigilancia y supervisión; y, claro, ese espacio no ha tardado en ser aprovechado para hacer el mal, de forma a veces improvisada y a veces profesional: para acosar, enredar, engañar, chantajear, estafar y abusar.
Con las nuevas realidades llegaron términos y prácticas en verdad indeseables, como el ciberbullying, que saca el acoso de la escuela y lo lleva a todas partes, a todo el universo digital y también a la habitación de la persona afectada, dejándola sin un solo rincón seguro, sin refugio. Aumentado exponencialmente, además, por el cobarde anonimato, que envalentona a cualquiera.
Luego están los retos virales, en los que quienes participan se exponen de forma absurda con la imprudencia propia de su edad, con tal de ser aceptados por el clan, repitiendo una tontería que hizo algún influencer sin nada útil que hacer ni nada inteligente que decir en un pueblo, del otro lado del mundo. O el grooming: una serie de tácticas y conductas realizadas por un adulto impostor para ganarse la confianza de un menor, aprovechando su ingenuidad y fragilidad con el fin de abusar de él.
Más de 17 millones de mexicanos mayores de 12 años fueron víctimas de ciberacoso en 2021. Si de algo puede servir conocer una cifra como esta, ojalá sea para que los jóvenes hagan conciencia de que los peligros son reales, están cerca, y que son ellos mismos quienes mejor pueden cuidarse.
Esta era de la hiperconectividad e inmediatez ha acabado con tesoros como las cartas a mano que exigían dedicación y pensamiento, o las conversaciones cara a cara, donde las emociones se expresaban de verdad y no con caritas de emojis. No puede ser que termine también con algo tan sagrado como la paz.
Por mi parte, todos los días me hago el propósito de no dejar que la vida que hay dentro de las pantallas me haga olvidar que esa no es la de verdad; que es la otra, la auténtica, la real, la única que vale la pena vivir con toda intensidad.