OPINIÓN

Qué bonito

El problema es grave y es de todos: papás, hijos, maestros, autoridades. No se trata de un caso aislado, es una generación pidiendo auxilio.

Protesta por Norma Lizbeth.
Protesta por Norma Lizbeth.Créditos: Captura de video
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Qué bonito es saber qué siempre estás ahí
Quiero que sepas que voy a cuidar de ti
Qué bonito es querer y poder confiar
Afortunado yo por tener tu amistad

Eso canta el andaluz Manuel Carrasco en “Qué bonito es querer”, canción que eligió la generación de mi hija para corearla y bailarla todas juntas en su fiesta de graduación.

No puedo oírla sin evocar esa imagen: un montón de niñas vestidas de largo, de todos colores, brincando abrazadas, despidiéndose del colegio, una de las épocas más bonitas, en la que pasaron horas y horas de días, y días de años juntas, aprendiendo las primeras lecciones de convivencia, tolerancia, aceptación, de preparación para la vida, todo eso mucho más importante que las materias.

Después de ese baile cada una eligió su camino y, separadas por destinos, cada una en distintas aulas y rodeadas de diferentes ladrillos, me da un gusto enorme ver que siguen siendo tan cercanas; no tengo duda, mi hija tendrá amigas que serán como hermanas por el resto de sus vidas, así como yo tengo las mías.

La imagen de la pista de baile efervescente se interrumpe en mi mente por una escena que todos hemos visto en los últimos días, que hubiera preferido no ver y que cómo quisiera que no hubiera sucedido: la de una niña de 14 años golpeando con una piedra en la cabeza a su compañera de escuela, hasta dejarla rota y sin remedio.

La bulleaban: por su color de piel, por callada, por la razón –la sinrazón– que fuera. El salvajismo de los golpes era alentado por el resto de ¿compañeros, amigos, espectadores? con gritos igualmente salvajes: “¡Dale fuerte! ¡En la cara! ¡Sangra!”. Mientras, cómo no, grababan el espectáculo.

Dicen que siempre ha existido el bullying. También hay quien dice que es normal, parte del proceso de maduración de los chamacos. Quizá. Mi papá me cuenta que allá por los cuarenta, en su colegio, de hombres y dirigido por religiosos, cuando había pleito entre dos, un cura sacaba a los muchachos al camellón, les ponía unos guantes de box, y a darse, a sacar la furia y el coraje. A aprender que no importa el motivo cuando es hora de defenderse. Sin público, solo los involucrados. El cura-réferi vigilaba que los golpes no pasaran a mayores, y cuando lo consideraba oportuno daba por terminada la pelea.

Cada quién sus golpes, asunto cerrado, y tan amigos todos. Imposible imaginar esta práctica en la civilización –con la incivilización– actual.

Pienso y me indigno, como todas las mamás, en la niña que perdió la vida por la riña en Teotihuacán. En lo mal que debe estar una sociedad para que los jóvenes no tengan la menor consciencia del daño que pueden ocasionar; para que disfruten ver cómo muelen a golpes a una compañera; para animar a lastimar tanto, para no darse cuenta de que están destrozando para siempre a dos familias.

El problema es grave y es de todos: papás, hijos, maestros, autoridades. No se trata de un caso aislado, es una generación pidiendo auxilio. No son pleitos de niños, sino actos de barbarie, de brutalidad, que no deben pasar más. Lo importante no son las diferencias, sino las diferentes formas de resolverlas.

Este caso no debe solo hacernos decir qué mal, qué barbaridad: es un tema para reflexionar en cada hogar, para dejar el celular un rato y repasar qué tanto vivimos y fomentamos los conceptos de respeto, solidaridad y hermandad, qué tan fácil o difícil es para nosotros mismos y en nuestras familias y grupos aceptar a quien piensa distinto o no es como nosotros, olvidarnos de poner requisitos de similitud para respetar, para dar su lugar al otro, para convivir en paz. Para darnos cuenta de que siempre, en el país, en las familias, en las comunidades, en las escuelas, al estar divididos, ninguno gana, todos perdemos.