HISTORIA

Antonieta

Se trató de una escritora, traductora, promotora de teatro y de la música, mecenas de pintores y poetas, feminista, que pasó por una vida llena de amor.

Se conmemora el 92 aniversario de su fallecimiento.
Se conmemora el 92 aniversario de su fallecimiento.Créditos: Especial
Escrito en OPINIÓN el

Se cumplen 92 años de su muerte; de su terrible, anunciada, ineludible muerte, aquella mañana en la Catedral de Notre Dame. En esa mañana gris y fría de París, Antonieta, con apenas 31 años, ponía fin a su vida.

Fue más conocida por ser la hija del arquitecto constructor de la columna del Ángel de la Independencia, que por lo que ella misma logró ser, que no fue poco: escritora, traductora, promotora de teatro y de la música, mecenas de pintores y poetas, feminista mucho antes de que eso estuviera de moda.

Antonieta Rivas Mercado es un personaje digno de ser rescatado porque dejó huella en la historia cultural de México, porque rompió moldes y paradigmas, porque abrió brecha, porque vivió –y murió– como lo decidió, en una época en que las apariencias creaban la realidad y eso de decidir cómo vivir no se usaba tanto.

Creció con la tristeza incrustada en la mirada. Así se lee en muchas de sus fotografías, desde la infancia: un rostro tímido, apagado, de ojos caídos, como si hubiera nacido incompleta, sin esa risa fácil, franca y contagiosa que traen los niños, esa que suele perderse para siempre lentamente y golpe a golpe sin que uno lo note. Esa que muy contados viejos conservan.

Fue una de las impulsoras de la cultura del país en la segunda década del siglo XX. Crédito: EFE

¿Qué pudo haber borrado la sonrisa a esa niña inquieta y de inteligencia privilegiada, a quien su padre impulsaba en cuanto proyecto incursionaba? ¿Sería la lejanía de su madre que los había abandonado? ¿O que era enfermiza? ¿O que se sintió siempre y en todos lados un poco fuera de lugar? ¿O todo junto? ¿O algo que ni siquiera ella pudo nunca alcanzar a comprender?

Entre todas esas fotos grises, una sola en la que se permite sonreír con un asomo de felicidad: aparece cargando a su hijito Donald, con traje de marinero. Chachito, como ella lo llamaba, fue el fruto de un matrimonio tortuoso, la involuntaria moneda de cambio de unos padres que no eran el uno para el otro, más bien lo contrario. Él prendió fuego a los libros que ella atesoraba. Ella, asfixiada por ese hombre y prisionera dentro del papel de ama de casa ansiaba recuperar la libertad que perdió junto con su apellido de soltera, y esos anhelos en aquella época eran algo así como el octavo pecado capital.

Siguió el mapa que le fue presentando su alma, y en el camino fue encontrando más que una íntima amistad con hombres que admiraba y que compartían un común denominador: la combinación de ser interesantes, destacados, exitosos y fuertes.

Pasaba en su coche descapotable al edificio de la SEP por Diego Rivera, quien gastaba esos días pintando murales. La imagino manejando sobre Paseo de la Reforma, de vestido, zapatillas y sombrero, y a su lado aquel gigante en overol de mezclilla, con las manos manchadas de pintura, despeinado y tosco. Un escándalo.

Fue discípula del sabio entre los sabios, Alfonso Reyes. Estuvo enamorada, o más bien obsesionada –que casi nunca es lo mismo–, por el pintor Manuel Rodríguez Lozano, el más guapo entre los más guapos, y cuya homosexualidad no cambió, por mucho que Antonieta esperara que sucediera si ella se negaba a aceptarla.

Y así pasaron otros nombres, muchos nombres. Difícil saber si la colección de amores que se fue armando –y la de los desamores que inevitablemente los acompañan– haya hecho su vida más plena a ratos, o acaso más vacía.

Y last but not least, José Vasconcelos. Habían mantenido una relación, ella apoyó financieramente su campaña presidencial. Al final, reunidos en el exilio, él no se atrevió, o no se acordó de cumplir; o no quiso, intentó o pudo darle ninguna de las seguridades que ella necesitaba.

Antonieta se ha ido a Europa con su hijo. Desde México le cortan los fondos, le hacen creer que está en la quiebra –argucia de sus hermanos para intentar forzar su regreso–. Ella está convencida de que, si lo hace, le darán la custodia del niño al padre y, con eso, le cortarán las raíces que la unen a la vida. Se imagina sola, arruinada, sin un amor leal, sin su hijo. No lo soporta.

En 2008, se presentó una exposición en su honor en el Palacio de Bellas Artes. Crédito: EFE

Acostumbrada a los lujos pide un préstamo, pero no lo usa ni para pasajes ni para comida, sino para comprarle a su hijo un trenecito que echa humo: es Navidad.

Busca una tabla de salvación pidiendo una confirmación de amor que no llega. Va perdiendo esperanza para todos los aspectos de su vida. Se sigue sintiendo acorralada, cada vez más: piensa hasta la desesperación sin llegar a nada.  Empieza a visualizar la peor de las salidas como la única, lo escribe, lo anuncia, como hacen a veces los suicidas; intentan disuadirla, como hacemos a veces los demás; no sirve de nada, ella no encuentra alternativa.

Finalmente se convence de que no puede seguir, de que su hijo estará mejor con su padre, de que solo así no le faltará nada. Nada excepto ella, que no está bien, y no tiene manera de darle la vida que quisiera. “Le quedará de mí”, apunta en su diario, “solo el recuerdo de una infinita ternura”.

Escribe su carta de despedida con indicaciones precisas. Arregla una medalla guadalupana en su pecho. Coloca con cuidado un sobre y la foto de un niño sonriente en el bolso. Camina al lado del Sena, con lo gris de la mañana gris en su alma, con el frío del febrero de París fuera y dentro de ella. Cruza un puente, llega a la pequeña isla en que se encuentra Notre Dame, tal vez deambula un poco dentro de ella, finalmente se sienta en una banca frente a Jesús crucificado. Toma la pistola que lleva oculta y la apunta a su corazón. Los fieles interrumpen sus rezos al escuchar una detonación seca que rebota en cada rincón de la catedral.

Terminaba la historia de una gran mexicana que murió de desamor, como mueren quienes mueren por amor.

Recordar los nombres y las vidas que fueron algo y merecen ser contadas implica traer a la superficie su camino, su intensidad, su dolor, para evitar que queden ocultas, como tantas cosas, en el fondo del olvido.