Nos reunimos en el campo para celebrar el cumpleaños 93 de mi mamá. Trece hermanos y cuñados alrededor de una mesa sencilla con flores silvestres al centro.
Hay algo muy especial en el ritual de reunirse alrededor de una mesa con la gente que quieres para alguna celebración. A pesar de las diferencias que experimentamos como familia a lo largo de los años, ya sea con unos o con otros, la energía que surge de la fraternidad rebasa cualquier circunstancia, nos envuelve y se transforma en gozo.
Durante la sobremesa nos fuimos al túnel del tiempo. Recordamos momentos de la infancia, tanto los jocosos como los difíciles; como el día en que mi papá nos prometió con un año de anticipación ir a Disneylandia –que no conocíamos–, siempre y cuando pasáramos el grado escolar con buen promedio ¡Teníamos una gran ilusión!
Resulta que uno de mis hermanos no consiguió el promedio. Mi papá, sin decir palabra, lo llevó a una ferretería que entonces tenía: “Voy a una junta con el encargado, me tardaré unos 15 minutos, a ver cuántas bolsas de estopa de a kilo, puedes lograr llenar”, le dijo a mi hermano. Él se apuró y con esmero llenó las más posibles. A su regreso, mi papá las contó y le dijo: “Tantas por 15 minutos, en una hora debes sacar equis cantidad, por ocho horas que durará tu jornada, por los siete días que estaremos fuera. A mi regreso, tienes que haber llenado equis bolsas de a kilo de estopa”. Mi hermano se quedó helado.
Nos fuimos a Disneylandia sin él ¡No lo podíamos creer! Nunca olvidó la lección.
Con este tipo de pláticas me di cuenta de cuánto nos necesitamos. Sin las memorias compartidas desde el nacimiento, un mundo nuestro desaparecería por completo. Qué sanador puede ser recordar una historia y el vínculo que nos une. Al reírnos o reflexionar sobre ella, se apuntala la relación y el sentido de pertenencia, que sólo la familia te puede dar. Por más amigos que tengamos, la consanguinidad une de manera especial y única. No tienes que explicar nada. El tema es energético, no racional.
También me di cuenta de que, ante las penas de la vida, no sobrevives solo. Es la familia la que te rescata. La contención que ésta te da es como un esqueleto exógeno que te sostiene, al igual que lo hace el de las langostas. “Lo más importante es la unión de la familia”, “unidos somos invencibles”, “un cerillo de madera lo rompes fácilmente, siete cerillos unidos, son imposibles de romper”. Son frases que mi papá nos decía frecuentemente y repetía con cualquier pretexto.
Mi padre murió hace algunos años y, sin embargo, sus dichos quedaron tatuados en nosotros. Imagino la felicidad de mi madre, ahora que, a sus 93 años, puede ver la unión hecha realidad. Pienso que es el mejor regalo que a todo padre o madre se le puede dar.
Con el paso del tiempo, he podido comprobar que gran parte de la responsabilidad para que esa concordia se dé, es de los papás. Todos conocemos historias de familias unidas que, por un tema de pesos y centavos, se separan para siempre. Historias dolorosas, en las que el tiempo perdido no se recupera. Además del propio ejemplo de armonía, lo que marca dicha unión entre los hijos es dejar ordenado un testamento para que lo que se tenga se reparta de forma igualitaria. Sabemos que nada separa más a los hermanos que la disparidad. Es una tristeza, amén de una gran pérdida para todos.
Ahora mis hermanos y yo somos padres, la vara que nos dejaron los nuestros es alta. Si logramos seguir su ejemplo, nuestros hijos vivirán mejor.
Mi padre tenía razón: siete cerillos unidos son imposibles de romper.