OPINIÓN LETICIA GONZÁLEZ MONTES DE OCA

Atrapados

Nos despedíamos no solo de nuestro mundo cotidiano, sino de los niños que ahí fuimos: esos niños que juntos fueron conociendo las letras, las reglas de ortografía, las tablas y las capitales.

Atrás quedaban nuestros juegos a la hora del recreo: resorte, espiro, atrapados, quemados.
Atrás quedaban nuestros juegos a la hora del recreo: resorte, espiro, atrapados, quemados.Créditos: Leticia González Montes de Oca.
Escrito en OPINIÓN el

Audio relacionado

Su navegador no soporta la reproducción de audio por HTML 5
Atrapados.

La última semana de prepa, en el salón de clases, ajena a lo que decían los maestros, le dedicaba una mirada pausada a cada uno de mis compañeros: sentados medio despatarrados, con los pants azules del uniforme ya deshilachados, mordiendo un lápiz amarillo, riendo, platicando, haciendo las cosas de todos los días y de tantos años.

¿Sería yo la única que pensaba: estas son las últimas veces que estamos todos juntos en un cuarto, y nuestros nombres apuntados por orden alfabético en una misma lista? Eso parecía: los demás actuaban como si no estuviera por cambiarnos la existencia. Nuestros más íntimos y los no tanto, cada uno pieza importante de la obra que formábamos, en un par de meses estaríamos desperdigados en carreras, universidades o países distintos, compartiendo el oxígeno con quién sabe qué desconocidos.

Quizá fue el último día, cantando con los mariachis “No volveré” en el patio del colegio, con los ojos húmedos, abrazados, brindando con vino barato, cuando todos fuimos conscientes de que nos mudábamos de vida.

Nos despedíamos no solo de nuestro mundo cotidiano, sino de los niños que ahí fuimos: esos niños que juntos fueron conociendo las letras, las reglas de ortografía, las tablas y las capitales; que compartieron los días que se hacían cortos y los que se hacían eternos; que fueron creciendo con la complicidad, las bienvenidas y despedidas, los pleitos, los perdones. Los que quizá no aprendimos bien Noche de Paz en flauta de pan, ni la Malagueña en guitarra, ni a teclear en la máquina de escribir a ciegas, sin hacer trampa; pero que aprendimos que Dios no es solo el nuestro, sino “el señor de los mil nombres” -concepto tan útil en estos tiempos-, y demostrábamos nuestra capacidad de memorizar y nuestra educación bilingüe cantando esa canción inspirada en la novela "Cumbres borrascosas", Total eclipse of the heart, completita, sin falla:

  • And I need you now tonight.
  • And I need you more than ever.
  • And if you only hold me tight.
  • we'll be holding on forever.
Pexels

Vuelta al patio, a minutos de la despedida. Atrás quedaban nuestros juegos a la hora del recreo: resorte, espiro, atrapados, quemados. Ahí, entre las escaleras y los pasillos, quedaban nuestros brackets o “frenos de caballo” que, para fortuna de nuestros hijos, ya no se usan. No volveríamos a entrar a esos salones donde quedaban las bancas pintadas con corazones con las iniciales de nuestros primeros amores, algunos de juego, algunos de verdad.

Para bien y para mal, en el lejanísimo año 87 no existían redes sociales, así que mantuvimos el contacto con unos cuantos, y dejamos de saber de tantos más. Hasta que un día, alguno se empeñó en juntarnos: recopiló teléfonos y correos electrónicos. Acudimos a la cita, entre emocionados y nerviosos, para descubrir que el lazo invisible que nos había unido mientras, sin darnos cuenta, crecíamos, no solo seguía ahí, sino que permanecía intacto.

En las esporádicas reuniones de exalumnos -unas veces van unos, y otras, otros- siempre ocurre magia: se trata de un viaje en el tiempo que transcurre entre anécdotas que se cuentan una y otra vez, armadas por datos que todos aportamos arrebatándonos la palabra entre carcajadas, como si fuera la primera y no la milésima vez que se relata; a repasar uno por uno a los que no vinieron, preguntando qué se han hecho; a recordar, es decir, a hacer presentes, uno a uno, a los profesores y compañeros que ya no están.

Es ese grupo y ningún otro el que conoce de primera mano, como testigo presencial, lo que fuimos mientras aprendíamos más que las materias el arte de vivir: quién lloraba ante una calificación reprobada, quién temblaba de miedo y se ponía colorado al exponer un tema en clase, quién por nada del mundo se dejaba copiar en un examen, quién invitó a toda la generación a su fiesta de quince años, a quién le gustaba quién; ese otro que fuimos, que es un desconocido para nuestras actuales familias.

Nos une un himno que compuso el maestro Manzanero; un logotipo tomado de una escultura australiana de la Ruta de la Amistad; una pared con nuestras manos pequeñas inmortalizadas en piedra y unos viejos anuarios en blanco y negro con nuestras caras muy serias; el policía de la reja de la entrada; la señora-cómplice-para-lo-que-se-ofreciera de la tiendita; nuestros primeros cigarros, besos, coches (y choques), bailes -sobre todo, las calmaditas- y esa magia sucede porque todos, sin ponernos de acuerdo, solamente conservamos lo bueno.

“Lo que cada uno introduzca en su memoria, en su cerebro, es un tesoro. Un tesoro que no suena en los escáneres de los aeropuertos pasa todas las aduanas, no te lo van a quitar nunca. Es una mercancía dorada inaprensible y profundamente valiosa, y es la que te va a salvar mañana de todas las circunstancias”. Eso dice Manuel Vicent, y dice bien.

Esa magia es el motivo por el que vale la pena acudir, viajar desde lejos, encargar hijos, cancelar compromisos; abandonarlo todo por unas horas, para regresar recargados a punta de abrazos de energía limpia y renovada, como molinos de viento, gigantes listos para seguir girando, andando, tirando.

Somos de los años olímpicos y lunáticos del 68 y 69, unos mejor cuidados que otros, otros más achacosos que unos, unos casi iguales, otros más cambiados: nada importa, no cabe el juicio, no hay lugar sino para la confianza y el cariño.

¿Quiénes son en realidad esos que, después de pasar la tarde conversando, se atreven a bailar sobre una mesa como si no hubiera mañana, olvidándose del reloj y de las secuelas que ya dejan las desveladas: los cincuentones, padres de familia y profesionistas, o los niños que jugaban “atrapados” en aquel patio del colegio y que ahora viven atrapados en la piel de un adulto?