En estos días, mi sobrinita más pequeña se la ha pasado cantando villancicos todo el santo día y preguntándome, cada media hora, “Tío, ¿cuántos días faltan para Nochebuena?”. Su ilusión, oro molido, agolpan en mi cabeza recuerdos de cuando yo tenía su edad. Me encantaba la Navidad había comida deliciosa, regalos, canciones, vacaciones, primos. ¿Qué más le podía pedir a la vida un niño de cinco años?
La temporada navideña cuando, un buen día, aparecía en la mesa del comedor una charolita con frutos secos: orejones de manzana, dátiles, chabacanos, manzanas deshidratadas, avellanas, nueces del Brasil, nueces de Castilla. Junto a la bandeja, mi madre colocaba un cascanueces, de esos que parecen pinzas. Había que romper las cáscaras para comerse aquellos frutos. Esa era la regla. Podías comer lo que quisieras, siempre y cuando tú los partieras. Lógicamente, trampa de papás, pues nunca comíamos mucho. Era mucho trabajo para un ñiño.
Ese mismo día, mi madre ponía algunos adornos con escarcha, esferas y nochebuenas. Recuerdo perfectamente la estrella azul que se colocaba en el techo de nuestro modestísimo departamento en la colonia Nápoles de la CDMX. Era una esfera de unicel encajada con esferas azules alargadas, imitando rayos. Mi mamá nos explicaba que era la estrella de Belén que iba a llevarnos al portal del Niño Dios. ¿Se imaginan la emoción?
Días después, mi papá llevaba a casa mazapanes de almendra de la marca Toledo, de la calle de Uruguay, en el centro de CDMX. Eran deliciosos. En aquella época, las importaciones estaban restringidas. Era impensable que una familia, clase mediera como la mía, comiese mazapanes españoles. Pero, al día de hoy, los mazapanes Toledo me siguen pareciendo exquisitos.
Poco antes del inicio de las posadas, venía la noche estelar. Mis padres salían a cenar, quizá a alguna cena de trabajo. Esa noche especial, mi abuelita materna venía a casa a cuidarnos y a poner el “nacimiento”. Previamente habíamos comprado en el mercado heno, musgo y ramas de pino. El musgo despedía uno olor inconfundible. ¿Lo han percibido alguna vez?
Con papel de estraza, simulábamos las montañas donde colocábamos a los Reyes Magos. En el nacimiento, junto a borregos y pastores, no podía faltar dos preciosas figuritas de barro: el matancero con su cazo de carnitas y una tortillera con su comal. Por lo visto, al artesano y a mi abuelita, le tenían sin cuidado que los judíos no comiesen carne de cerdo. En nuestro nacimiento había personajes que servían tacos de chicharrón. Y, ¡cómo no!, en nuestro nacimiento había una figurita del diablo, a quien colocábamos en un infierno elaborado con celofán rojo y muchas luces rojas. Mi abuelita nos explicaba que era muy importante poner un infierno en el nacimiento, porque ese día “el Niño Dios le ganó para siempre al diablo”.
Mi madre organizaba una posada para los vecinos del edificio. Mi abuelita también jugaba una parte fundamental en ella, porque mis hermanos y yo, guiados por mi abuela, confeccionábamos las piñatas. Ollas de barro adornadas, a modo de estrellas, con papel de China. Las pegábamos con engrudo, que previamente habíamos hecho con harina y agua en la estufa. ¿Se imaginan? Nada de pegamentos comprados. Había que ponerle mucho, mucho engrudo y periódico, porque eso amortiguaba los golpes de los palos y hacía que durase más la piñata.
Por supuesto, la posada era tradicional: velas, bengalas, petición de posada, letanía en latín, colaciones (que nadie se comía) y muchas frutas en la piñata. Los tejocotes eran claves, pues servían como munición para la guerra post-piñata que acontecía después. A ustedes, ¿nunca les dieron un tejocotazo en una posada?
La Nochebuena era el culmen. ¡Venían mis tíos de Chicago! ¡Toda la familia se reunía! Además, ¡podíamos desvelarnos toda la noche! Y, al amanecer, nunca supe cómo, el Niño Dios, ayudado por Santa Claus, dejaba los regalos mi casa. Rara vez era lo que yo había pedido; daba igual, lo importante era la sorpresa. Santa Claus siempre estuvo al servicio del niñito Jesús en mi familia.
En mi casa nunca comimos pavo. A nadie le gustaba. Mi abuelita preparaba un pollo al horno con mostaza, mantequilla y brandy. Quedaba crujiente y jugoso. Lo rellenaba con un picadillo de cerdo que llevaba jamón, tocino, chícharos, zanahorias picadas, castañas, nueces, almendras, pasas de Corinto y chiles güeros, que equilibraban el dulzor. Ese era el único día del año en que comíamos castañas. ¿Les cuento algo? Al día de hoy, todavía se prepara en mi casa ese picadillo. Cuando lo pruebo, al modo de Marcel Proust, vienen a mi memoria esos recuerdos bellísimos y entrañables.
Ese día se rompían muchas reglas y los niños podíamos beber un traguito de sidra, espumosa, dulzón. La preferida de mi papá era “El gaitero”, aunque si no había de otra, compraba “El Pomar”.
Al terminar de cenar, mi abuelita sacaba una mascada en la que colocaba al Niño Dios del nacimiento. Como en cualquier nacimiento mexicano, el Niño Dios era más grande que el buey del portal y que el elefante de Gaspar.
Los dos nietos más pequeños tenían el honor de mecer al Niño, mientras todos cantábamos a “ la rorro niño”. Al terminar el arrullo, se procedía a la adoración. Todos besaban al Niño, que estaba en manos de los nietos.
En mi casa, la Navidad era profundamente católica, precisamente por ello el eje era el Nacimiento, no el árbol de Navidad, que mi abuelita nunca quiso poner, porque era “muy caro y no tenía que ver nada con el Niño Dios”.
Luego, venía la apertura de regalos. Los más pequeños eran los encargados de repartir “de quien para quien”. En general, yo recibía pocos regalos, pero aquello se compensaba, pues el Niño Dios me dejaba regalos no sólo en mi casa, sino también en casa de mis abuelitos y otros familiares… Tiempos aquellos en que el Niño Dios, no constreñido por Uber y por Amazon, podía repartir regalos para el mismo niño en muchos lugares.
Y ustedes, ¿qué recuerdos tienen?