Salimos antes que el sol, en medio de rumores de asaltos y malos tratos que era imposible pasar por alto. En convoy, camionetas cargadas, esta vez no de niñas escandalosas y sus maletas con trajes de baño y ropa para salir, ni de pasteles y botellas de vino, sino de latas, linternas, y botellas de agua. Y, ciertamente, de miedo.
En la carretera había más tránsito del acostumbrado, pero ahora no viajaban familias con juguetes de playa amarrados al techo, casi todos eran vehículos llevando ayuda: la guardia civil, ciudadanos, la Cruz Roja, tráileres, pipas, soldados. Con la sensación compartida de que, conforme avanzábamos, faltaba menos para mirar cara a cara la desgracia.
Aún no clareaba y “Chilpo”, como le dicen los acapulqueños a la capital de Guerrero, ya estaba despierto. Había ajetreo, compras, filas para usar cajeros automáticos. Todos querían cargar gasolina, buscando la seguridad de una aguja pegada hasta la derecha.
El sol apareció en la recta que lleva a Vidanta, ese último tramo en el que solemos abrir las ventanas para sentir en la cara y despeinándonos el aire cálido, a modo de bienvenida. El paisaje era desconocido, inhóspito, por primera vez no llegábamos al paraíso: aquellos árboles frondosos que dividían los sentidos de la carretera estaban rotos, ya secos, sin una sola hoja, sin color, en el piso, como si un gigante enfurecido los hubiera trozado con la facilidad con la que un niño parte un crayón en dos. Las tantísimas palmeras espigadas, esas de ayer borrachas de sol, estaban vencidas, inertes, escurridas. De todas partes emanaba tristeza, devastación, un vacío silencioso que entraba por los ojos y se instalaba en uno, ineludible, contagioso.
Viramos a la derecha en Boulevard de las Naciones. Con todo y las horas y el camino de expectativa y de anticipar lo que encontraríamos, quedamos enmudecidos, sin saber hacia dónde voltear. La constancia del daño no cabía en la mirada, cada vez que yo creía haber dimensionado el grado de la destrucción, aparecía más evidencia, y más, sin fin. Y la resistencia a creer que el daño pueda haber sido tan enorme: ¿no sería que ese edificio no estaba habitado porque aún no estaba terminado? Hasta que un departamento sin ventanas, con cortinas desgarradas que bailaban hacia el vacío, nos desengañaba.
Como toda mi generación, evocábamos el terremoto del 85, con la diferencia de que aquí lo destruido era todo, absolutamente todo: el campo de golf del Princess recordaba esos bosques de terror de las caricaturas, donde los árboles tienen garras en vez de ramas, con todo y cocodrilos reales -hambrientos y perdidos- incluidos. La terraza de La Trainera, donde aterrizamos tantas veces, con hambre y antojo; el Soriana de tantos carritos topados para las vacaciones: todo eso sin fachada, cerrado, inundado y saqueado. Todo, toditito, destrozado.
Las carteleras espectaculares -muchas de ellas despilfarros preelectorales- habían sido arrugadas por el mismo gigante salvaje y emberrinchado, como hojas de papel que van a ir a dar al bote de basura. Las agencias de coches lujosos igual, sin cristales, los autos chocados unos contra otros, desvalijados, ultrajados.
Tomamos la carretera escénica: el cerro ya no era verde, sino de un indefinido café pálido, cual paraje africano, pero más apagado. Allá abajo, los restaurantitos de Puerto Marqués eran un montón de escombros desordenados, el gigante rabioso había soplado con furia, había sido en verdad desalmado. Las pocas lanchitas restantes, a medio hundir, desperdigadas.
Llegamos a nuestra calle sorteando pedazos de vidrio, cablerío, techos, colchones y puertas arrancadas, más todos esos trozos de material indefinido que se amontonan en estos desastres. Finalmente llegamos al condominio y, sin decir palabra, nos apuramos a encontrarnos con nuestros muchachos, que nos ayudan desde hace años: abrazos, llantos contenidos o no tanto, nosotros callados y ellos arrebatándose la palabra: “nos refugiamos siete en un bañito”, “…en un closet, parecía que no terminaría nunca”, “fue como un terremoto, pero de tres horas”, “pensamos que no la librábamos”, “lo peor que hemos vivido”. Y dejarán de ser costeños: “¡Lo perdí todo, pero mire, sobreviví!”, brazos al cielo, sonrisa atravesando la cara.
Ya con más calma, nos cuentan sobre la rapiña: “tanto que le rogamos todos a Dios salvarnos la vida, y al día siguiente así le pagan, robando”; “la gente estaba como poseída, como drogada, muy agresiva, y luego la policía lo permitía, se hacía peor”; “prefiero morirme de hambre a llevarme a la boca un pan robado”; “así cómo van a querer venir a ayudarnos, yo no vendría a correr esos peligros”.
La solidaridad entre ellos es enorme: se han acomodado con vecinos o parientes, en casitas pequeñísimas que el gigante cruel desdeñó, o no vio. Comparten lo que les llega, casi lo multiplican, lo hacen rendir. Aceptan todo porque necesitan todo. En un rincón hay una montaña revuelta, un amasijo de maderas, pliegos de páneles solares estrellados y de origen desconocido, hojas de palapas, cristales, y en el centro, enredada, una almohada voladora apelmazada, mugrosa, empapada: así como está la rescatan. De ese tamaño es su necesidad.
Pasé una noche sofocante e interminable en la que nada más no amanecía, aplastando a manazos a no sé cuántas decenas de moscos contra mi piel, a pesar del baño en repelente (encima, el dengue), con el calor insoportable, la lluvia colándose, la visita de un mapache -hambriento y ruidoso- la vista a la negrura, respirando la sensación de pérdida, angustia y drama que flotaba en el aire, y el corazón, como todo a mi alrededor, hecho pedazos.
Y cuando, finalmente, volvió el día, la bellísima bahía seguía ahí. El mar en calma, hermoso como siempre, como esperándonos, como si nada. Los muchachos iban apareciendo, listos para trabajar -aunque cuesta saber por dónde empezar-, con la disposición de siempre, con ganas.
De regreso a la ciudad, a la orilla de la carretera, grupitos de niños pidiendo agua. Inevitable preguntarse qué país es este, qué líderes y autoridades tenemos, para que, tras la tragedia, niños y familias tengan que salir a un camino a pedir un poco de agua a quien la puede dar. La ausencia también se ve, la de las instituciones y las personas que deberían decir aquí estoy, te cuido, haré lo necesario para que estés bien, y también se escucha, a veces a gritos.
Dimos el par de botellas que nos quedaban para el camino y les tomé una foto en la que salen, increíblemente, sonriendo. Así son. A unos metros, una familia: los papás y tres niños chiquitos desvestidos, y entre el cuello y el pecho de la madre, una bolita de carne: un recién nacido. Hambrientísimos, pero aún vivos. No habría querido ver, pero he visto. No hubiera querido que al lado del camino existiera ese grado de sed, hambre y necesidad; pero existe.
Hasta aquí lo que vi en esas 24 horas. Solo pienso que los que estamos conscientes de lo que ha pasado y del sufrimiento que se está viviendo, los que hemos recibido esas sonrisas, los que tenemos la fortuna de no haberlo perdido todo en esas 3 horas de terror, si no ayudamos de alguna forma, en la que cada quién pueda, no por una ocasión, sino hasta que el puerto y su gente -que son lo mismo- se levanten, es porque de verdad no tenemos humanidad, no tenemos patria, no tenemos madre. Pienso que todo está en las manos y en el corazón de los muchos que sí.