Nacer y que te reciban con la noticia de que el trono y la corona te aguardan parece un golpe de suerte favorable, sobre todo para los mortales que no formamos parte de ninguna familia real. Pero no necesariamente es así. Para algunos reyes, esta dicha trivial que marcó sus vidas también se las arrebató. En otros casos, no fue suficiente para escapar de muertes banales, como si de la plebe se tratase.
Para María Estuardo, por ejemplo, la corona de Escocia le trajo más tragedias que encantos. Fuera de que su padre le auguró un mal gobierno antes de morir, o de que su primer esposo falleció meses después de la boda, el gran infortunio de María llegó luego de que su segundo esposo muriera.
Enrique Estuardo, quien también era su primo hermano, fue hallado muerto junto a uno de sus sirvientes en el patio de una casa que había explotado. Sin embargo, cuando médicos revisaron los cuerpos, confirmaron que no habían fallecido a causa de la explosión. En realidad, los habían asesinado.
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James Hepburn, conde de las islas Órcadas, fue el principal sospechoso. Tras ser llevado a juicio, no se le pudo acusar de nada y quedó libre. ¿Qué pasó después? Al mes del atentado, la reina María Estuardo anunció su compromiso con el conde.
Las teorías de que había planeado el asesinato de su esposo se juntaron con las críticas de los escoceses protestantes que no estaban de acuerdo con la reina por mantener un fuerte apego al catolicismo.
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Tan mal se puso la situación que la monarca pelirroja tuvo que abdicar y buscar asilo con su prima Isabel I, reina de Inglaterra. Paradójicamente, esta decisión le terminaría costando la vida, pues pronto comenzó a tener roces con ella por diversos motivos. Finalmente, luego de 18 años de asilo, la reina Isabel descubrió que María formaba parte de una conspiración en su contra y la condenó a muerte.
En febrero de 1587 fue decapitada. El verdugo tuvo que tirar dos golpes con su espada y uno con un hacha para separar por completo la cabeza del cuello. Lo peor, según se cuenta, es que cuando éste levantó la cabeza, su mano sólo se quedó con una peluca pelirroja, mientras la cabeza de María, vieja y con canas cortas, rodaba por los suelos.
La muerte del segundo monarca del reino de Asturias, Favila, no fue causada por su título, pero no por eso deja de ser interesante. Un buen día el rey quiso subir un monte cerca de La Vega. Seguramente buscaba alejarse de las estresantes tareas de un monarca, por lo que decidió ir solo. Estando en el sitio, se topó con un oso y, según cuentan sus cronistas, le hizo frente con el filo de su espada. Cuando lo fueron a buscar, lo encontraron sin vida, masacrado.
La última muerte de la que les hablaré es una mezcla entre los infortunios de la ambición y los de las necesidades mundanas en momentos poco convenientes. Veamos. Tras morir el rey Fernando I de Castilla y León, la repartición de sus reinos no le encantó a su tercer hijo, Sancho II de Castilla. Eso y quizá que le haya puesto “Sancho”. Como sea, al final decidió declararles la guerra a sus hermanos por los reinos.
Cuando llegó a Zamora, le puso sitio a la ciudad, que estaba resguardada por su hermana Urraca (en efecto, Fernando I no era el mejor poniendo nombres). Sancho fue avanzando paulatinamente por la ciudad y la victoria se volvió casi un hecho con la llegada de Vellido Dolfos, un noble leonés que había desertado del ejército de Urraca para unirse al de Sancho.
Vellido le dijo a Sancho que conocía un punto débil por el cual podían atravesar la muralla que protegía Zamora. Luego de emprender el camino a aquel lugar, Sancho se detuvo un instante, recargó su lanza en un árbol y se metió entre unos matorrales para hacer sus necesidades. En medio de la liberación intestinal, su propia lanza atravesó el pecho de Sancho y entonces descubrió que Vellido jamás había renunciado a la corte de Urraca.
¡Atrévete a saber! Sapere aude!