OPINIÓN LETICIA GONZÁLEZ MONTES DE OCA

Ay, Sabina

El Auditorio Nacional, como siempre: con ese ambiente único que se hace ahí afuera cuando hay evento.

El cantautor Joaquín Sabina durante el concierto
El cantautor Joaquín Sabina durante el conciertoCréditos: EFE
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Guardaba mis boletos desde enero, como una promesa en papel de una noche de complicidad. Cómo se ven bonitos unos boletos cuando en verdad estás esperando que llegue el momento de usarlos.

Había escuchado de buena fuente que estaba grande y enfermo; no quise creerlo.

Cuando se acercaba la fecha, una semana más de espera forzada: que si la venganza de Moctezuma, la contaminación, la altura. Que si los otros rumores sobre su salud.

El Auditorio Nacional, como siempre: con ese ambiente único que se hace ahí afuera cuando hay evento: lleno de expectativa, algarabía, entusiasmo contagiado entre puestos, sombreros, playeras, posters, tazas. Las luces de los letreros que anuncian los próximos espectáculos, haciendo cambiar constantemente de color las caras de quienes se van encontrando. Esa explanada y escalinata que son un marco perfecto y el preámbulo ideal.

La copa previa, ya en el vestíbulo; encontrarse con los cómplices de ese día –más bien de esa noche–. Atravesar la puerta de acceso al recinto y sentir que se acelera el corazón, tener de pronto ahí enfrente el escenario, su firma en letras de neón flotando, y el nombre de la gira: contra todo pronóstico. Se baja cada escalón sabiendo que cada fila por las que se avanza significa tenerlo más cerca; la expectativa se vuelve emoción, la segunda llamada se vuelve lo que sea previo a la felicidad.

Finalmente, con el Auditorio a tope, el ritual que no se desgasta nunca: la bajada de la luz, el humo que se empieza a pintar con los reflectores, los músicos tomando sus lugares en la oscuridad del estrado, las primeras notas, los instrumentos que, poco a poco, se van sumando. La fórmula funciona a la perfección: todo hace que la impaciencia crezca más y más.

Son los músicos quienes empiezan el show, hasta que, finalmente, aparece sobre el escenario esa figura pequeña, difícil creerle que se muere de nervios cada vez que sale a que el escenario le tiña las canas.

Con los años su público se ha ido haciendo cada vez más de seguidores auténticos, leales, conocedores. El recibimiento de ayer fue el que más me ha estremecido: todos de pie, aplaudiendo en alto, lanzando los brazos hacia él, gritándole puras palabras de admiración, gratitud y cariño. Desde los primeros momentos, entrega total desde todos lados. Es de los pocos conciertos que empieza ya en plenitud, no se toma tiempo para ir alcanzando vuelo.

Habló, agradeció, dijo sus palabras de afecto. Los símbolos: este fue el primer lugar en el que canté en México y toda América, y aquí estamos otra vez. Ofreció su visión sobre esta gira, recitando que otra vez, de escenario en escenario, se despedía del foro, que otra vez renovaba el diccionario de rimas en busca del tesoro y se plagiaba a sí mismo haciendo habitual lo extraordinario.

Se acordó de Acapulco y de todos los que sufren allá.

Casi todo el tiempo sentado en un banquito, quejándose de que su vaso tuviera agua, y no tequila, cantó las que nos recuerdan que todos tenemos una que otra herida abierta que ahí, con él, nos permitimos revivir.

Se tomó un momento para contar que una mujer de su pasado, musa de muchas de sus canciones de amor estaba presente entre el público: “La dejé de ver hace muchos años y hoy está acá. Y como yo estoy en contra de las guerras, las de los países y de las personas, me complace saberla aquí”. La mujer debe haber levitado hasta tocar las tramoyas. Ah, ese milagro llamado amor, que luego logra seguirse llamando así aunque quede en el pasado.

Y se arrancó: cuando era más joven… esa canción es de cuando él tenía solo treinta y tantos años, y resulta tan vigente para todos los que ahí estábamos: en ese entonces la vida era dura, distinta y feliz.

Como siempre que canta Lágrimas de mármol, recordé a personas queridas que han pasado por enfermedades serias, y esta vez, incluí a mis acapulqueños supervivientes. Nunca me cansaré de celebrar sus vidas.

Evocó, infaltables, a Chavela Vargas y a José Alfredo, y también recordó que mientras acá nos cantaban Pedro Infante y Agustín Lara, en su patria se cantaban coplas “ese género tan denostado”, al tiempo que lanzaba al ruedo a Mara Barros -la sensualidad encarnada- para reivindicarlo con la novela, digo, canción, de Rafael de León, ‘Y sin embargo, te quiero’ con una interpretación y arte y fuerza que pone la piel de gallina, muy cerca de cómo la cantaba hace años Conchita Piquer.

Cantó A la orilla de la chimenea y todos, todos cantamos con él en la orilla del asiento, con la emoción a más no poder:

Y si quieres también
puedo ser tu abogado y tu juez,
tu miedo y tu fe,
tu noche y tu día,
tu rencor, tu por qué, tu agonía

Y “lo nuestro duró”, ese primer acorde que toca como un electrochoque el fondo de diez mil almas a la vez: 19 días y 500 noches, ecuación despiadada:

Me dejó el corazón en los huesos y yo de rodillas.

desde el taxi y haciendo un exceso

me tiró dos besos: uno por mejilla.

Llueve sobre mojado me llevó otra vez a Acapulco:

Y, al final, sale un sol
Incapaz de curar
las heridas de la ciudad
y se acostumbra el corazón
a olvidar

Y así nos dieron las diez.

Así estuvo, sentado con la pierna cruzada, sus manos anilladas ya pecosas, entre una y otra guitarra, cantando con la voz cada vez más rasposa que solo a él le sienta mejor y mejor, bromeando con sus músicos, con sus dibujos como escenas de fondo, dedicándonos -quizá con esfuerzo- un par de horas a nosotros, peces de la ciudad, chilangos de ojos tristes; sin pastillas para no soñar.

Se le ve cansado, pero tampoco demasiado. En algún momento camina como si de verdad estuviera muy grande, pero al rato da unos bailecitos con toda la agilidad. No enfermo, y si lo está, él mismo ha dicho que México es curativo para él, su antibiótico. “No hay bajo la luna mexicana mejor menú para un perro andaluz”.

Fue el que es: el de las letras agridulces, grandes no por intentar ser lindas, sino por lograr ser descarnadas. El que en sus canciones habla mal de sí mismo, y como se nota que lo hace de verdad y desde lo profundo, termina quedando bien. El que dice verdades gigantes del corazón humano como si no dijera nada.

Y, sin quererlo dejar ir, imaginando seguirla en el Tenampa, como los buenos borrachos, que, de madrugada vuelven al hogar, con el alma llena, nos dijimos adiós.

Nos dijimos adiós, ojalá que volvamos a vernos.

Ojalá, Joaquín, ojalá.