OPINIÓN LETICIA GONZÁLEZ MONTES DE OCA

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Es un deber moral, decía, y daba testimonio del dolor logrando estética incluso en la tragedia.

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Leticia González Montes de Oca

Allá en mis años difíciles, quiero decir, en mi adolescencia, mi papá me presentó a una señora muy, pero muy mayor, que había perdido la vista. La viejecita de ojos transparentes que miraban a ninguna parte se alegró cuando supo que mi papá me llevaba de visita y extendió los brazos, abriéndolos y cerrándolos. Di un paso al frente y sus manos encontraron mi cara. Recorrió con sus dedos fríos cada centímetro: a ver, a ver, cómo es esta niña. Enseguida posó sus manos sobre mis hombros, cerca del cuello, y las fue moviendo como en saltitos, hasta donde los hombros se convierten en brazos. Ahí las dejó quietas y, habiéndome conocido a su manera, diagnosticó: ¡Ah, es robusta! Ese eufemismo devastador aún resuena en mi desmoronada autoestima de aquella era.

De Fernando Botero sabía que era colombiano y en tiempos de la guerrilla había emigrado. Que recién casado vivió en México durante un año, en la Colonia del Valle, en los años cincuenta. Y que pintaba y esculpía, justamente, seres robustos; solo que, salidos de su mente, sus manos y pincel, sí se veían bien. Se rebelaba contra el remoto 90-60-90 logrado acaso por Marilyn Monroe o Sophia Loren -ni siquiera en la Venus de Milo, que se pasaba un poco-, que creaba un canon de armonía y belleza; que, como él decía, producía figuras con hambre no de pasteles, sino de espacio -o con prisa por llenar vacíos en lienzos anchos, diría Carlos Fuentes-. Sus personajes eran robustos parejos, en todo el cuerpo: en el cuello, en las manos, en los tobillos y pies, y lograban así una figura grande y armónica.

Sabía también que Botero era elegante y sobrio, y que usaba lentes, de sol y sombra, redondos, como sus personajes.

Lo primero que vi que estaba hecho por él fueron las esculturas de Adán y Eva, dos gigantes de bronce con sus cuerpos desnudos, colosales, en el rol de anfitriones, dando la bienvenida a los visitantes de la Expo Sevilla 92. Años después los volví a encontrar, en otra versión, en el lobby del Time Warner Center, en Nueva York. Así esté nevando o cayendo una helada, la pareja permanece estoica, sin ropa y sin complejos, mirando a Colón en su glorieta -a ellos no se los han quitado- y a los rascacielos, con sus partes pudendas nada pudorosas; eso sí, brillantes, pulidas por la gente, que no se resiste a retratarse tocándolas, entre risas nerviosas por faltarles al respeto impunemente.

EFE

Los cuadros suyos que más recuerdo evocan la fiesta brava. Él mismo quería ser torero, pero le pasó lo que a Sabina, que también quería, pero fue cantante -dice- por cobardía; y no es para menos -digo-. “Por las noches nunca sueño que canto, sueño que toreo”.  A saber qué habría sido de ellos en la arena, lo cierto es que al frustrarse sus deseos el mundo ganó dos genios.

En México, Botero quedó impactado con los carteles taurinos de Carlos Ruano Llopis, valenciano que llegó a México en 1933 gracias a Juan Silveti, Fermín Espinosa “Armillita” y algunos periodistas, y que aquí se quedó, casó y murió. Y pintó: quien ha pintado esto, aseguró Joselito, sabe torear, aunque nunca haya toreado.

En el museo Soumaya se puede ver la obra de ambos: el arte en movimiento y el drama que inmortalizó Carlos Ruano, cerca de donde está “Hombre que camina”, de mármol blanco, de Botero.

También fue aquí donde Botero se sumergió en la obra de nuestros muralistas: Rivera, Orozco y Siqueiros, adoptando y adaptando sus formas y colores vivos al estilo volumétrico renacentista, que ya traía entre ceja y ceja; aquí fue donde nació su estilo inconfundible.

La faena de la vida le asestó un par cornadas, de las más malas: perdió a su padre cuando solo tenía cuatro años; cuarenta años después, perdió a su hijo Pedrito, que tenía, también, solo cuatro años. Se encerró para intentar reparar su alma con el arte como terapia. El cuadro de su niño perdido está en el museo Botero, en Bogotá. Cuentan que lo visitaba como quien venera un sepulcro o un altar. Cuánto amor y dolor habrá entregado en esa tela, que él mismo la considera su obra maestra.

En 2012, la Ciudad de México celebró su cumpleaños ochenta abriéndole las puertas del Palacio de Bellas Artes. En su explanada, trescientas mil personas pudimos ver esculturas de gran formato: mujeres de pie o recostadas, un caballo; y en el interior del recinto, más de cien óleos.

Entre su vasta obra destacan sus propias versiones de pinturas conocidas: la Menina, inspirada en el cuadro magno de Velázquez; la Mona Lisa siendo niña, recuerdo de cuando en su juventud pasaba hambre en París -pero a cambio tenía para él solo la pintura de Da Vinci, “el placer de estar viendo un cuadro que nadie más está viendo”, antes que la epidemia de turistas y sus impertinentes selfies inundaran todo. Otros tiempos. Qué sería de nosotros, decía, sin los que nos antecedieron, que son, aunque no lo sepan, nuestros maestros.

Cuartoscuro

Se reconoce su valentía al denunciar injusticias e hipocresía: Cristo en su viacrucis, las dictaduras latinoamericanas, la violencia en su patria por parte de los cárteles -tan tristemente cotidiana ahora en tierra mexicana-, la tortura a iraquíes por parte de soldados estadounidenses. Es un deber moral, decía, y daba testimonio del dolor logrando estética incluso en la tragedia.

Prevalecían los temas agradables en su arte. Shakira, en su primer éxito “Dónde estás corazón” busca el amor, entre otros lugares, en los cuadros de Botero, porque ahí están todos los amantes: elegantes, tomados del brazo, de pipa y guante; frente a frente, mientras el mundo desaparece; bailando vallenato, pegados, siempre pegados, la orquesta tocando solo para ellos, que el fin del mundo los pille bailando; tumbados en el pasto, él tocando la guitarra y ella, pensando; o en una cama, fumando…

El artista vivo más cotizado y reconocido, que prefería morir a dejar de pintar, ha trascendido. Queda su legado en sesenta museos de todas partes y la memoria de un hombre del que todo el mundo habla bien; que amó su tierra aun no viviendo en ella, a la que donó creaciones suyas y de los más grandes maestros de la historia.

Lo homenajean por días seguidos, de un lado y otro del mar, aunque su alma, obediente, ya estará en alguna tienda; eso sí, una donde vendan aguardiente.