Como tantas otras personas, no pienso en Acapulco –un lugar en el mapa–, sino en mi Acapulco –un lugar en mi vida–.
Siento, como muchos, que es un poco mío. Porque ha sido parte de mí y de mi historia desde que tengo memoria: las desmañanadas para el viaje por carretera, ya con el traje de baño puesto debajo de la ropa para no perder ni un minuto al llegar y correr del coche a la alberca; el espectáculo puntual e inigualable de las tantas puestas de sol a las que es imposible acostumbrarse; las reuniones familiares en torno a una guitarra y una copa -o varias- de vino; las salidas a bailar -con tantas historias que han quedado atrás-, a los restaurantes de la escénica, al piano bar, donde se cantaba con la bahía de fondo; las fiestas bajo las estrellas, los fuegos artificiales mientras pedimos deseos, cada año nuevo.
Acapulco es tan mío tanto como lo fue de mis abuelos, lo es de mis padres, y ahora también de las nuevas generaciones. Es donde a muchos el mundo se nos empezó a abrir por primera vez, siendo niños.
Pero en realidad Acapulco es más de quienes ahí nacieron y viven y lo viven todos los días, de esa gente alegre y servicial que vive del turismo, principalmente de nosotros, los capitalinos. De los hoteleros, desde el dueño hasta el empleado con el último puesto en el organigrama, que apuestan, arriesgan y se esfuerzan por ser referencia mundial de hospitalidad, que ya se dan cuenta de que desde hoy a quién sabe cuándo, no tendrán forma de intercambiar sonrisas y atenciones por sustento.
De las cocineras de ceviche, pozole, pescado a la talla y los mejores sopes, que se desviven por atender mientras viven en casas de techos de lámina que salieron volando, allá, en la sierra.
De los taxistas que esperan afuera de los antros, de madrugada, a que los chamacos chilangos y de otros lados del país y del mundo salgan –en buen o mal estado– y los llevan hasta sus puertas sanos y salvos. ¿A quién le darán su servicio ahora, que no hay nada: ni chamacos, ni turistas, ni antros, ni siquiera caminos?
De las mulatas de risa franca y manos de metate que dan masaje y hacen desaparecer, como por arte de magia, las tensiones de la espalda, y con ellas las preocupaciones y el acelere con el que llegamos allá los que vamos desde acá.
De los alberqueros que aparecen con el primer rayo de sol; los vigilantes que nunca duermen; los jardineros que crean paisajes que damos por hecho. Y de sus familias, que viven detrás de la costera en casitas ahora completamente inundadas y llenas de fango.
De los marineros que se emocionan tanto como nosotros -peces de ciudad- cada vez que salta una mantarraya, un delfín, una ballena, como si fuera la primera vez que los vieran; los mismos que, buscando que los barcos a su cargo anclados en la marina no tuvieran daños chocando entre ellos, los sacaron al mar, y en ese intento de protegerlos y entregar buenas cuentas, con la lealtad bien puesta, se hundieron con ellos.
Esa noche terrible, una lluvia sin viento que al principio parecía ser una tormenta como tantas otras, arrullaba al puerto; y, tomando a la gente desprevenida, en un cerrar y abrir de ojos les arrancaba de su sueño y se los cambiaba por una pesadilla. La webcam que transmitía las 24 horas las imágenes en vivo de la bellísima bahía grabó el desalmado instante en que esta, enmarcada por su montaña plagada de lucecitas como brasas, se apagaba: la naturaleza, furiosa, rabiosa, transformaba el hermoso puerto en zona de guerra. ¿Cómo poner a un millón de personas, bebés, viejitos y mascotas a salvo de las ráfagas que arrasaban con todo, y de los ríos y las cascadas que parecían salir de todas las calles, de cada pasillo, de cada balcón, patio y terraza?
Las imágenes del desastre duelen, son de apocalipsis; cuesta creer que son reales y dimensionar los males. Las vemos e intentamos identificar los lugares por donde hemos andado, los escenarios de momentos de nuestra vida: banquetas, calles, hoteles, restaurantes, ahora totalmente borrados, irreconocibles.
Acapulco, igual que la ceiba del que fuera el hotel Hyatt, el árbol más frondoso que he visto, que parecía tan fuerte que estaría ahí por siempre, hoy está derribado, hecho leña.
Surgen, inevitables, los hubieras, los por qués, cómo nadie les avisó, se sabía o no, se podía haber hecho algo, o no.
Se muestran en plenitud inocultable las evidentes incompetencias.
En tanto a unos se nos rompieron los cristales, adornos, cosas, ahí están los acapulqueños con la vida entera rota, sin poder comunicarse con nadie, con miedo, sin nada, sin poder imaginar cómo se va a arreglar todo lo que se les ha destrozado.
¿Cómo se recuperará todo? ¿Cuándo? En mucho tiempo, seguro; pero debemos iniciar ahora a intentar devolver las sonrisas. Hoy visité un centro de acopio que me hizo recordar lo que, cuando nos unimos, podemos lograr. ¿Será ingenuo pensar que dentro de todo esto hay una oportunidad para recuperar el paraíso perdido que, bien sabemos, ya traía media estocada?
No dejo de pensar qué puedo hacer, qué puede hacer cada quién, para que ese letrero “sonríe, estás en Acapulco”, tarde menos en volver a ser una realidad.