"Hay manos que son resguardo puro. Manos que elaboran arte. Manos que sanan. Y manos que dejan huella".
Hace 30 años, al pasar por un tramo de la carretera del Estado de México, lo único que se podía ver eran llanos desolados, sin árboles y áridos. Hoy, ese paisaje cambió por completo. La vista se deleita al ver un bosque que explota de verde y exuberancia, pájaros y flores silvestres. En ese verdor veo las manos de Pablo y el trabajo que le costó aprender las lecciones que el campo ofrece a un citadino.
“El campo es muy fácil –le dijo un amigo con experiencia agrícola–. Sólo son 100 lecciones: una por año.” Y así fue: el primer año, los arbolitos sembrados se murieron por la mala calidad de la tierra. El segundo, sucumbieron por exceso de abono. El tercero, algo en las raíces enredadas impidió su desarrollo. Su insistencia en reforestar logró que hoy, el paso por ese tramo de tierra luzca lleno de vida.
“Si tuvieras la posibilidad de llevarte algún objeto para el día después del juicio final, ¿qué te llevarías?” --Me preguntó una noche Alberto Tavira en una entrevista antes de la pandemia. Su pregunta me sorprendió. Pero más, mi respuesta inmediata. Sin dudarlo respondí: “Las manos de Pablo”.
Las manos son mucho más que instrumentos útiles para tomar cosas, para asirnos, para cocinar, teclear una computadora o trabajar una pala. Las manos no sólo hablan de las obras de nuestra vida, transmiten nuestra esencia y comunican energéticamente las emociones más auténticas.
Cuando tenía 15 años, me operaron del apéndice. Al salir de la recuperación todavía medio atontada en camilla me llevaron a mi cuarto. Al llegar, con los ojos cerrados, escuché la voz de Pablo --recién mi novio--, que, en tono cariñoso, me daba la bienvenida. Enseguida, sentí su mano sobre la sábana que me cubría, primero en la pantorrilla y luego sobre el dorso de la mía. Sonreí. La huella de su mano, de extraña manera, me llegaba al alma para tatuarla. Ni siquiera era el contacto de piel a piel. A través de la sábana, su energía me transportó a un lugar de alivio, de seguridad y de amor indescriptible. Me enamoré de él, ahora sí que, a ojos cerrados.
A lo largo de cuatro años de novios y 50 de casados, cada vez que nos tomábamos de la mano para caminar, para bailar, para enfrentar alguna tristeza o preocupación, era visitar esa huella que conocí de joven y me aseguraban que todo estaría bien.
“Ahora resulta que el marido cuando fallece, ¡era un santo!” dice una amiga en tono burlón. Entiendo lo que dice y le doy la razón. Sin embargo, puedo afirmar que Pablo no era un santo; pero el amor que de él emanaba, sí. Amor que se reflejó, en actos de generosidad, de protección de las cuales inundó a la familia y a los amigos durante toda su vida.
Pasaron los años, y lo curioso es que aquella respuesta a la pregunta de Tavira, de extraña manera se cumplía.
Unos minutos después de que Pablo falleciera, una enfermera entró al cuarto, con una almohadilla de tinta negra y un rodillo en las manos. “¿Quiere quedarse con las huellas de las manos de su esposo? –me preguntó. ¿Qué? en el aturdimiento, no comprendí la pregunta. Nos mostró unas hojas de papel –“Si, por supuesto” –respondí. La enfermera hizo lo propio y me entregó las manos impresas de Pablo, dentro de un sobre.
Mi deseo se cumplió. Mas ahora que lo pienso, no era necesario. Pablo dejó en la tierra, en el corazón, en el alma y en la mente, una huella que veo, que siento, agradezco, y será siempre parte de mi vida.