Mi padre decía que hay que procurar los buenos momentos, porque los malos llegan solos. De la incalculable sucesión de momentos que vivimos, hay unos que transforman tu vida y permanecen en la memoria para siempre.
Mis hijos me convencieron de ir a Burning Man. Una comunidad que se forma cada año en el desierto de Black Rock City, en Nevada, se levanta en una semana y surge de la nada. Sin fines de lucro, alberga a 75 mil personas. Se puede decir que es el museo temporal más grande del mundo, un festival de arte, convivencia, autoexpresión y música. Para comprenderlo hay que vivirlo. Es muy especial y diferente. Por más que se vean videos del evento, no se puede captar la energía que se experimenta cuando se está ahí.
Nada te prepara para esa experiencia que te rebasa, embelesa y agota. Todas las condiciones son adversas. Las temperaturas en el desierto fluctúan varias veces al día. Se siente desde un calor parecido al de la boca de un volcán en erupción, hasta el frío de la Antártida, que por las noches penetra hasta los huesos. Sin contar con las tormentas de arena que impiden ver a una mano de distancia y respirar, golpean el cuerpo como municiones y llegan en cualquier momento para retar la fortaleza física y emocional. Sin embargo, lo que se vive ahí deja con la boca abierta.
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Lo curioso es que, si dicho festival se llevara a cabo en un lugar con todas las condiciones favorables, perdería su magia. Es la adversidad la que une, pone a prueba la resiliencia e invita a ayudar y cooperar con la comunidad. ¿No es también así en la vida?
Si bien, en dos ocasiones había ido con mi esposo, a quien sabía extrañaría, no tenía ánimos de asistir. Me auto convencí ante la insistencia de mis hijos, pues la oportunidad de ir con ellos y sus esposos y con tres de mis nietos –que iban por primera vez– era irrepetible. Así que dije “sí vas”, empaqué cuatro cosas y nos embarcamos a la aventura.
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Se requiere apertura y actitud. El riesgo de deshidratación es alto. Nada se salva de un fino polvo implacable que invade todo: tienda de campaña, pijama, zapatos, comida, incluyendo cada parte del cuerpo: los pulmones, los ojos y el cerebro. Un peine o cepillo de pelo es inútil, dado que es imposible que penetre en un nido de cabellos enredados y apelmazados por el polvo blanco. Y si se tiene la suerte de tener una regadera en el campamento y bañarse en cinco segundos –el agua es lo más preciado–, se puede presumir estar limpio por exactamente 13 segundos. Sin embargo, asistir, perfila la manera de ver la vida.
Uno de los instantes mágicos ocurrió un día al atardecer, con la música del Mayan Warrior, acompañada de miles de personas que bailábamos, cuando de pronto mis hijos me abrazaron por la espalda. El intervalo fue fugaz, sin embargo, la belleza y la avalancha de sensaciones me tomó por sorpresa. Fueron segundos que hicieron que todo, todo, valiera la pena.
Cuando comprendemos que los momentos malos llegan solos, que la muerte no es negociable, entendemos que estar vivos es un privilegio que celebrar en el ahora. Mañana, quién sabe. A pesar del poco ánimo que a veces se pueda tener, a pesar del trabajo o las incomodidades que en ocasiones implica el procurar los momentos en familia o amigos, vale la pena hacerlo. De nosotros depende el que se conviertan en buenos y memorables.
Mi padre tenía razón: estamos hechos de momentos, nos forjamos en momentos y nuestras relaciones se fortalecen en momentos. Es después de que ocurren que decimos: “fui feliz”. Y la huella en el alma queda para siempre.