La madrugada del 11 de enero de 1967, la Ciudad de México se cubrió de blanco. Aunque el norte de la República había reportado nevadas desde unos días antes, nadie esperaba que la nieve llegara a la capital. En varias partes de la ciudad la nieve alcanzó hasta 5 centímetros de espesor. Pero hacia el Ajusco, algunas localidades se cubrieron por 60 centímetros de nieve. ¿Alguno de ustedes lo recuerda? Si cierro los ojos, es como si todavía estuviera viendo por la ventana hacia la calle vestida de blanco. Ese día mi mamá me había despertado temprano en la mañana para que no me perdiera del espectáculo. Pero no recuerdo sino el jardín nevado de la casa de la acera de enfrente.
La temperatura de cuatro grados bajo cero hizo que los edificios y calles de la Ciudad de México lucieran como postal navideña. Imaginen San Ángel, Chapultepec, Reforma y el Palacio de Bellas Artes cubiertos como por un plumaje blanco. Bolas blancas cruzaban de un lado a otro y varios hombres de nieve adornaron las calles, patios y jardines. Muy bonito todo, pero ese día la ciudad estaba desquiciada. La nieve impidió el flujo automovilístico hacia Puebla, Toluca y Cuernavaca. Murieron 41 indigentes, varias casas perdieron el techo y se desbordaron algunos ríos en el norte de la ciudad.
La última vez que nevó en la Ciudad de México antes de enero de 1967 fue en 1920. ¿Algún día volverá a repetirse tan inesperado evento? Sería muy raro, pero claro que es posible. Aunque la ciencia de la meteorología se encarga de prever todo tipo de fenómenos como tormentas eléctricas, huracanes, tornados, nevadas, siempre hay lugar para lo sorpresivo. Y eso que los seres humanos hemos observado el cielo desde los albores de la civilización. El estudio del clima y los cambios de estaciones ha sido de vital importancia, pues permite el desarrollo de la agricultura a largo plazo y la planeación de viajes aéreos, marítimos y terrestres. Las afectaciones del clima en la vida humana pueden explicar por qué dioses antiguos han estado relacionados con el cielo, el sol, la lluvia, la tierra y la fertilidad. Pienso en Chaac, dios maya de la lluvia, el rayo, el relámpago y el agua en general. O en Tláloc, dios mexica de la lluvia, el rayo y los terremotos. Algunos dicen que la Ciudad de México se inunda a cada rato porque Tláloc sigue sin perdonar que lo hayan traído desde Coatlinchán, Estado de México, hasta el Museo Nacional de Antropología en la capital. ¿Sabían que el día que lo trasladaron llovió a cántaros? Ese 16 de abril de 1964 la ciudad parecía reclamar su antigua condición de lago.
Pero que caiga agua del cielo es normal, algo esperado. En cambio, lluvias de piedras, leche o sangre son un verdadero prodigio. O quizás una buena trama para una película de ciencia ficción de toques apocalípticos. Sin embargo, tenemos registros de lluvias insólitas como estas. Plinio el Viejo, historiador romano del siglo I, escribe en su Historia natural lluvias no sólo de leche y sangre, sino de carne, piedras y hierro. Al menos las últimas dos podrían tratarse de material despedido por una erupción volcánica. Pero también a lo largo de la historia se han registrado lluvias de ranas, gusanos, sardinas, ratones, arañas, caracoles, serpientes. Se dice que en 1578 grandes ratones amarillos cayeron sobre la ciudad noruega de Bergen. Los expertos especulan que grandes tornados o huracanes podrían ser los responsables de estas insólitas lluvias, pues podrían alzar y transportar a gran altura a los animales que se crucen en su camino y dejarlos caer de vuelta a la tierra cuando pierden fuerza.
Si bien nada quisiera ser golpeado por un calamar o una vaca caídos del cielo, quizás no vendrían mal unos pececitos. En Yoro, Honduras, los habitantes esperan con ansias la temporada de lluvias para recoger deliciosos peces de agua dulce con sólo salir de su casa. Los pobladores de Yoro aseguran que este fenómeno lleva ocurriendo más de un siglo, pero que es necesario que se presenten ciertas condiciones para que ocurra: lluvia torrencial, relámpagos y truenos. Cuando termina la tormenta, canastas y cubetas se llenan de peces plateados. Cuenta la leyenda que esta lluvia de peces se debe a la acción de Dios. Según la historias de los habitantes de Yoro, a mediados del siglo XIX, Manuel de Jesús Subirana, misionero católico que visitaba la región, pidió ayuda a Dios para acabar con el hambre y pobreza de la región. Terminada la plegaria, del cielo llovieron peces. Aunque no murió en Yoro, sus restos descansan en la iglesia de la plaza central de la localidad.
¿Cómo ven? ¿Qué les gustaría que lloviera?
Sapere aude! ¡Atrévete a saber!
(El autor es conductor del programa de radio "El Banquete del Dr. Zagal" y profesor de Filosofía en la Universidad Panamericana)